domingo, 31 de enero de 2010

Corazón de niño. Cuento. Maribel Arreola Rivas


El frío de aquella mañana 25 de diciembre calaba hasta los huesos. Sara se despertó temprano, la excitación de la reunión familiar no le había permitido dormir, por lo que decidió pararse y organizar un poco el desorden de la casa.
El silencio era interrumpido por el leve sonido de la música navideña que se desprendía de la serie de foquitos que iluminaban el árbol, y que ahora se veía desolado ante la perdida de los muchos regalos que la noche anterior lo sitiaban, quedando como testimonio de ellos, las varias cajas de diferentes tamaños, así como el confeti de colores de las envolturas regadas en el piso, y que horas antes habían inquietado y llenado el momento de la sorpresa.
Sara entró a la cocina y con pereza se preparó un café, se puso entonces a recolectar cada instante de la noche anterior, esperando guardarlos allí, donde se conservan frescos los bellos momentos. Pensó entonces que con el tiempo la mente olvida o confunde las ideas, mientras que el corazón registra los sentimientos, las temperaturas, las sonrisas, los humores, para luego construir historias imborrables.
Así recordó los abrazos, los besos, las poses para las fotografías y hasta el ladrido del perro cuando hicieron tronar las pequeñas envolturas de pólvora alrededor de la fogata que sirviera de centro a la reunión familiar, y que ahora reposaba en el silencio del patio convertida en cenizas.
En ese momento comprendió el por qué de su insomnio, había sido una hermosa noche de Navidad que no quería ser olvidada por el sueño. La emoción la llevó a sentir deseos de compartir la felicidad vivida que amenazaba con desbordarse. Salió a la calle y pudo percibir los primeros rayos de sol que comenzaban a calentar la mañana.
Entonces lo vio en el baldío que está junto a la casa. Se encontraba con sus piernas encogidas y sus delgados y pequeños brazos enroscaban su cuerpo, el frío había congelado una lágrima en su sucia cara, y sus ojos abiertos se perdían en el infinito. Se acercó y lo miró fijamente, por un momento pensó que era una pesadilla, pero no, estaba ahí, tirado e inerte.
El terror la paralizó, y sólo reaccionó cuando un escalofrío heló su espalda, corrió a traer una cobija con la que cubrió a ese pequeño que no tendría más de ocho años, lo abrazó y hasta entonces comprendió que estaba muerto. Por instinto comenzó a arrullarlo queriendo que su calor tocara y disipara el color que la muerte había pintado en sus mejillas, pegada a la soledad y al hambre de su triste cuerpecito.
No supo si fue un milagro. Dicen que en esta época suceden. O tal vez la desesperación de un niño que por regalo de Navidad pidió ser arrullado, pero en el momento en que lo tomó en sus brazos, sintió que le decía: ¡por favor... béseme!
Sara pensó que era absurdo lo que estaba ocurriendo, pero algo la hizo despejar la frente del pequeño y rozar con sus labios su tieso cabello. Muchas preguntas se le vinieron a la mente... ¿quién era? ¿cómo se llamaba? ¿dónde estaban sus padres? Sintió entonces que él la escuchaba y que por alguna razón sus corazones se comunicaban. Cerró los ojos mientras seguía arrullándolo y en esa ilógica comunicación escuchó una voz en su corazón que le dijo...
- Soy el Pulgas, bueno, así me dicen mis amigos, los niños con los que me junto pa' limpiar carros... yo no tengo familia... ni se que es eso, hace mucho que me jui de la casa de mi amá y de su siñor, me jui porque siempre me pegaban, aunque llevara dinero.
Un día que no saque ni pa' comprarme un pan, mejor me jui de la casa. Caminé mucho hasta que llegué a un rancho donde me dieron trabajo, pero cuando se emborrachaba el patrón la agarraba conmigo y me pegaba, que pa' que me hiciera hombre; decía. Un día vi que guardaba el dinero debajo del colchón de su cama y junto con Ponciano nos metimos a robarlo. Con el dinero tomamos un camión y llegamos aquí, y cuando el dinero se nos terminó nos pusimos a robar en la central de camiones. Allí agarraron a Ponciano, y yo... pos yo me escape.
Sara lo abrazo más fuerte, sintió ganas de pedirle perdón por el egoísmo de olvidar que existen seres como él. Un fuerte sonido la volvió en sí, se dio cuenta entonces que varias personas, entre ellas su familia, una patrulla de policía y una ambulancia estaban allí. Pensó entonces que era ya demasiado tarde, se aferró más a ese cuerpo frío de vida y lloró, sus lágrimas bañaron la cara sucia de aquel niño y supo entonces que él lloraba a través de ella.
Sara sintió como alguien la jalaba alejándola del cuerpo inerte del pequeño, entonces comprendió que sus corazones se separaban. El calor de la fogata de la noche anterior vino una vez más a su memoria desvaneciéndose en el dolor de aquel niño que por regalo de Navidad sólo pidió ser arrullado.

sábado, 30 de enero de 2010

Kafka en la orilla


A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.

Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.

Kafka en la orilla / Haruki Murakami / 2006

miércoles, 27 de enero de 2010

Los días de ayer


Ella está sentada en una esquina del salón, la han dejado allí junto a la ventana para que mire al exterior. Está sentada en una esquina del salón, sola, como un mueble obsoleto o un estorbo. ¿Cuándo se rompió su vida? ¿Cuándo se rompió su memoria? Nadie la escucha puesto que para todos sus frases no son coherentes, ella sólo habla de los días de ayer. Todavía conserva en su rostro la mirada dulce de la niña que fue, la piel de la cara se mantiene tersa, pura, suave en cambio la piel de sus manos y de sus brazos se han convertido en algo tan frágil como un papiro guardado en la Biblioteca de Alejandría. Dicen que no habla, pero no es cierto, dicen que habla sola o que le habla al aire y no es cierto: ella le habla a algún ser de su pasado alojado en su memoria, esa que ha olvidado el presente y se ha refugiado en los días de ayer. Ella está más a gusto, agazapada en la realidad que no partió, en esa realidad que se quedó inmaculada y detenida entre su infancia y su última juventud madura. Ella, habla de como corría por las calles de polvo, de como bebía del agua fresca que discurría por el arroyo del bosque, ella habla de lobos y de príncipes pastores, de almas muertas y de niños con la rodillas destrozadas, de hambre, de leche en polvo, de escasas onzas de chocolate, de lazos en el cabello, de muñecas de cartón, de veranos de trasiego... Dicen que no habla y no es cierto, su memoria ha escogido su tiempo porque tal vez no le gustaba lo que estaban viendo sus ojos o tal vez porque para que siga existiendo el mundo, algunos seres deben dejar de recordar los días de hoy, para dejar espacio a los recuerdos jóvenes. Quizás el Universo sólo tenga una capacidad limitada de memoria, y sea ley de vida o indispensable que haya gente como ella que olviden, quizás en el Universo se inventaron los libros donde se escriben y se cuentan historias con ese mismo fin: el de dejar memoria libre para que el resto pueda seguir con sus vidas y pensar que el Alzheimer es una enfermedad caprichosa. Pero ella sigue siendo la mujer de siempre: suave, ligera como el algodón, ella no es un estorbo, ella es una mujer a la que a veces se le enciende una luz en su cabecita y reconoce un rostro, recuerda un nombre o formula un pregunta sincera y «coherente». Ella es la misma mujer de siempre, que quizás sólo le está haciendo un favor al Universo. ¿Quién sabe?

María Aixa Sanz. Escritora.

jueves, 21 de enero de 2010

El pianista de los pasillos oscuros


Lejos, muy lejos, desafinaban sobre un viejo, muy viejo piano, las manos más tristes de la ciudad.

Habíamos compartido algunas notas y unos cuantos cigarros algunos años atrás y hoy, como si lo lúgubre de aquel rincón porteño hubiese soldado las agujas contra el paso del tiempo, el panorama era idéntico.

- «Yo soy un artista, eso me hace sucio, pobre y solitario. Pero es lo que elegí ser..”- susurraba quejumbroso ante mi presencia.

Noté que sus manos guardaban más arrugas que entonces y le ofrecí escucharlo.

- «No necesito de tu caridad. Lo que no se siente, no se transmite..” - dijo algo incómodo.

Lo tomé como una verdad indeleble, no quise insistir. Me alejé lentamente, y de fondo sus quejas se transformaron en tango.

Desde entonces no supe más de Fabio, el pianista de los pasillos oscuros. Pero la música tiene ese don exclusivo de vivir por siempre mientras la memoria se esfuerce en que así sea.