miércoles, 7 de marzo de 2012

De "Pedro Páramo" a "Cien años de soledad"




Francisco RIVAS LINARES



Al Gabo, en sus 85 años


A Juan Rulfo le bastaron dos obras publicadas para alcanzar la inmortalidad en el mundo de las letras: “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”; a Gabriel García Márquez, una: “Cien años de soledad”. Ambos escritores entreveran la realidad con lo fantasioso y en sus páginas desgranan su memoria exuberante de imágenes y estampas de una visión personal sobre la vida: En “Pedro Páramo”, el triunfo de la muerte, una fugacidad triste de lo vital posesivo en el hombre; en “Cien años…” la soledad, consecuencia y epítome de una vida procelosa.

Así como podemos establecer diferencias entre “Pedro Páramo” y “Cien años de soledad”, también es factible establecer un paralelismo entre ambas, toda proporción guardada. Trataré de abordar ambas condiciones, a fin de ofrecer a los lectores una visión sui géneris de ambas obras inmortales de la literatura.

Ya los títulos en sí no se manifiestan como signos frívolos y vanos, sino que conllevan una fuerte carga significativa. “Pedro Páramo”, piedra que se levanta sobre un terreno desierto; “Cien años de soledad”, espacio temporal en que predomina el abandono y aislamiento. Soledad es un derivativo de solo, y el término desierto (páramo) es uno de sus varios sinónimos; de manera que desde la titulación misma ya encontramos una conformidad inmanente.

Tanto Rulfo como García Márquez son forjadores genuinos del cosmos donde gravitan sus temáticas respectivas. Rulfo funda Comala y Gabriel García Márquez Macondo. Aquél lo puebla con la casta de los Páramo y éste con la de los Buendía.

La órbita del pasado asoma en un primer hito y es altamente notorio en ambas obras. Desde sus párrafos primarios, tanto García Márquez como Juan Rulfo ubican al lector en hechos que ocurrieron en otros espacios temporales, valiéndose al respecto de un recurso dubitatorio en sus personajes. Así, “Cien años de soledad” se inicia con una evocación de Aureliano Buendía: “Muchos años después, frente al pelotón del fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

“Pedro Páramo” principia cuando un hijo del personaje cuyo nombre le da título a la obra, reflexiona sobre la razón de su presencia por el camino que habrá de llevarlo hasta Comala, cuando su madre Doloritas, en su lecho de agonía, le arranca la promesa de ir en busca de su padre: “No dejes de ir a visitarlo –me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aún después que a mis manos les costó trabajo safarse de sus manos muertas.”

Hay una suprarrealidad dominante en ambas obras, puesto que la realidad se levanta sobre hechos ilusorios; imágenes que se enraízan en una fantasmagoría subjetiva, mismas que deambulan a lo largo de ambas novelas y que obligan a otorgar consideraciones especiales al tiempo, experimentación sublime y oscilación constante entre el pasado, el presente y el porvenir.

El esquematismo biográfico es patente. Rulfo reconstruye la vida de Pedro Páramo, haciendo regresar a uno de sus hijos hasta sus propios orígenes. La búsqueda de su identidad está acentuada en el relato. En “Cien años…” cada personaje constituye en sí una biografía: las historias de José Arcadio y del coronel Aureliano Buendía; Rebeca, cuya vida comienza en la obra a partir de su llegada a la casa de Úrsula con su magro equipaje “compuesto por el baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de colores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc, cloc, cloc, donde llevaba los huesos de sus padres.” Amaranta y su empecinado celibato enfermizo; en fin, el propio estilo en ambas novelas nos revela esta clara tendencia biográfica.

La originalidad de algunos de los nombres de los personajes, tienen una fuerte identificación con la personalidad de quienes los llevan. Pedro Páramo sugiere el carácter hosco, solitario, agresivo; el Tartamudo de la obra de Juan Rulfo, ya especifica el defecto que adolece dicho personaje. En “Cien años…” figura Pilar Ternera, en cuyo apellido subyace una clara alusión al trato de la carne, pues es la prostituta del lugar; Remedios, la bella, quien con su belleza “soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento” que conducía a los hombres a morir inexplicablemente, lo que hizo correr la versión legendaria de que “Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal.” Roque Carnicero, apelativo sangriento, tanto como su función de matarife, pues comandaba un pelotón especializado en ejecuciones sumarias.

Por otra parte, el machismo es patente tanto en Pedro Páramo como en el coronel Aureliano Buendía. Ambos han engendrado una infinidad de hijos en distintas mujeres. La presunción de su vigorosidad masculina no deja percibir al hombre en conjunción excelsa con la mujer, sino la contemplación escandalosa del macho con la hembra, a grado tal que los “vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.”

Equidistante a esta característica, la cosificación de la mujer es manifiesta: punto para alcanzar el placer u objeto para conquistar intereses bastardos; de este modo, Pedro Páramo decide casarse con Dolores Preciado sólo para salvar un adeudo y evitar su ruina total; o bien, la abuela que obliga a la nieta a prostituirse en “Cien años de soledad” llevándola de pueblo en pueblo y “acostándola por veinte centavos para pagar el valor de la casa incendiada” que dos años antes había quedado reducida a cenizas, al quedarse la muchacha dormida sin apagar la vela; y que según cálculos “todavía le faltaban diez años de setenta hombres por noche”.

Del mismo modo podemos establecer una semejanza temática, pues ambas novelas abordan problemas sociopolíticos propios de los países latinoamericanos. En “Cien Años…” la injerencia absorbente y descarada del imperialismo estadounidense, fauces famélicas del mercantilismo que modifica tanto a las estructuras de los pueblos; tan así, que “ocho meses después de la visita de Míster Herbert, los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo”; y en “Pedro Páramo”, el despotismo aberrante como rúbrica de una mentalidad egoísta, altanera y ególatra.

Las mujeres en las dos obras que nos ocupan, son diametralmente opuestas por cuanto a su manera de ser. Las de Rulfo son pasivas, sumisas, entregadas cabalmente al dominio varonil; en tanto las que figuran en García Márquez, son mujeres empoderadas, dignas, sublevantes ante un masculinismo atropellado. Úrsula es el paradigma de la mujer erguida, enfrentadora de las adversidades con integridad notable y en cuya vida gravita la acción de Macondo; y “aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental”.

Expresiones hiperbólicas con buen tino manejadas, hacen que la obra de García Márquez conserve un toque original. José Arcadio, en alarde de fuerza y por ganar una apuesta de doce pesos, arrancó el mostrador de la tienda de Don Catarino y lo puso en la calle, mismo que después para meterlo se necesitaron once hombres; o bien, cuando se mata le quedó un olor penetrante a pólvora y a fin de quitárselo le aplican muchos recursos, entre ellos el de “sazonarlo con pimienta y comino y hojas de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento”, y al no lograrlo tuvieron que encerrarlo “herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aún así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro”.

Rulfo es más sobrio al respecto, demuestra su poco entusiasmo por recurrir a semejante artificio literario, aunque hay que precisar que no lo necesitó el texto.

En “Pedro Páramo” la muerte trashumante domina, manifestación genuina de una cultura de la muerte, tan propia de nuestro pueblo. En “Cien años…”, la soledad, estado dominante y citación verbal que por su frecuencia promueve la creatividad supuesta de lo abandonado-silencioso.

Los tiempos son diferentes. En la obra de García Márquez la referencia hacia un pasado es adyacente al relato. Hay un foco textual que se repite constantemente: “Muchos años después…”, “pocos años después…”; o bien, “años después…”. Guillermo Putzeys Álvarez afirma al respecto que “las cosas siempre tienen el sabor de un algo pasado, y por ello la novela usa de esta temporalidad. Evoca y promueve las evocaciones”. Rulfo, en cambio, lleva su narración del presente al pasado y al futuro con suma naturalidad.

Melquiades es el personaje único que no tiene apellidos por tratarse del personaje mítico de la obra; por eso no puede tenerlos. El propio autor afirma que un mito “no puede tener apellido, no puede tener papá, origen”.

“Pedro Páramo” es abundante en monólogos; en “Cien años…” es obvia su parquedad en diálogos y es tal el silencio que delata la soledad que agobia a sus personajes.

Son inagotables las sugerencias de ambas obras literarias, pues en la medida en que se avanza en su lectura, incita la imaginación e impulsa el entusiasmo por continuar su lectura indetenible.


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jueves, 1 de marzo de 2012

La ciudad junto al río eterno




José Emilio Pacheco
(Publicado en el semanario Proceso, núm. 1843)


A Eduardo Lizalde por su premio Alfonso Reyes A la memoria de Clementina Díaz y de Ovandov

Si hiciera falta una justificación para insistir en Charles Dickens ahora que se cumplen doscientos años de su nacimiento, bastaría repetir con Joseph Brodsky: “Quien lo haya leído lo pensará dos veces antes de disparar una pistola”.
Tal vez no sea una ilusión ridícula y sentimental suponer que si hubiera más lectores de Dickens no existiría aquí la aterradora crueldad que hoy acompaña a las ejecuciones y los secuestros. También sería mucho más difícil encontrar personas dispuestas a ejercer el oficio de torturadores y asesinos a sueldo.

Los subsuelos del progreso

Dickens es el novelista de la compasión. Su gran arte consiste en ponernos dentro de la piel del otro.
Gracias a la magia vertiginosa de su relato podemos tener la experiencia de lo que significó vivir en la Inglaterra victoriana. Las reformas que provocó con sus novelas hicieron que dejaran de funcionar torturas socialmente aceptadas como la esclavitud de las niñas de siete años que, a cambio de un salario miserable, durante 16 horas diarias tiraban de las vagonetas en las minas. Por salir más económicas que las bestias de carga, pasaban sus días en esta labor extenuante bajo la oscuridad y una temperatura intolerable y ultrajadas por los mineros. Sabemos que, por desgracia, las reformas de Dickens no han llegado a los países del Tercer Mundo en donde la explotación infantil, al servicio de las transnacionales, es materia de todos los días.

Aunque usted no lo lea

Desde que publicó a los 24 años Los papeles privados del Club Pickwick la popularidad de Dickens no dejó de aumentar. Perdura en nuestro mundo tan distinto y tan semejante al suyo. Se calcula que en Estados Unidos se venden al año un millón de ejemplares de sus libros.
Aunque usted no lo lea, no escapará a su influjo. Por ejemplo, a él se debe en gran medida al concepto de la Navidad como celebración, más bien ilusoria, de la paz y la armonía familiares. Lo que Dickens no previó fue el aprovechamiento mercantil que nos impone la obligación de consumir y regalar. Uncle Scrooge, el odioso personaje de su Cuento de Navidad, sobrevive como él mismo y como el tío Rico MacPato. Dickens ha sido víctima predilecta de la brutal expropiación que ha hecho Walt Disney con los tesoros de la narrativa universal.
Si en un momento dado diez teatros londinenses representaban simultáneamente distintas adaptaciones de su novela en curso de publicación por entregas, hoy todos los medios, en especial aquellos que Dickens no pudo imaginar, siguen multiplicando al infinito su inventiva. En el cine han tenido inacabable éxito David Copperfield y Oliver Twist. D.W. Griffith, creador del montaje cinematográfico, afirmó que se había inspirado en la visión y en las técnicas de Dickens.

El hombre-ciudad

Fue y al parecer sigue siendo el narrador más popular del mundo. Durante su vida Londres pasó de un millón a seis millones de habitantes. Él escribió acerca de ellos y para ellos. Llegó a conocer la capital británica calle por calle y piedra por piedra. Diariamente caminaba muchos kilómetros con la multitud sin rostro entre la que ya nadie reconocía a nadie.
S. J. Adock en Famous Houses and Literary Shrines of London sostiene que hizo de todo Londres su provincia. Dondequiera que uno vaya, Dickens estuvo antes allí. Si no vivió en ese lugar sus personajes lo hicieron. Es, como dijo Adolfo Castañón de Carlos Monsiváis, el hombre-ciudad. Y Londres resulta inconcebible sin su río. El Támesis fluye por las páginas de Dickens. Atraviesa con su poder estas novelas y se convierte en hilo conductor y personaje central. Representa el origen, el movimiento perpetuo, la belleza y la fealdad, la flor y la podredumbre, y la inevitable desembocadura de cuanto vive y cambia en la mar que es el morir.
Nacido en Porthsmouth, desde niño vivió en el lugar que hoy parece inventado por su genio. Hijo de un pagador de la marina que fue a la cárcel por deudas, a los 12 años Dickens se vio obligado a trabajar lavando pomos en una fábrica de betún. La experiencia lo marcó para siempre.
El sentimiento de humillación y abandono aparece una y otra vez en sus libros, sobre todo en David Copperfield, para muchos su obra maestra que contiene en sus 150 primeras páginas un flujo de palabras tan irrefrenables como el Támesis. Este comienzo se juzga el punto más alto alcanzado por la narrativa en cualquier tiempo y en cualquier idioma.

Del periodismo a la novela

Aprendió la recién inventada taquigrafía y como reportero en la Cámara de los Comunes afinó el prodigioso oído que le permitió reproducir en sus libros y en sus lecturas dramatizadas todos los dialectos, todos los acentos y todos los matices. A los 21 años publicó Sketches by Boz, escenas o cuadros de costumbres londinenses. A los 24 años se vengó de la pobreza y de las afrentas al convertirse en un escritor rico y exitoso gracias a los Papeles póstumos del Club Pickwick y se casó con Kate Hogarth, madre de sus diez hijos. Siguieron Oliver Twist, Nicholas Nickleby, La tienda de antigüedades y Barnaby Rudge, escritas a medida que se iban publicando por entregas. Sólo él pudo sostener tal método de producción y superar las limitaciones inherentes.
En las revistas que fundó para dar más salidas a su trabajo, Household Words y All the Year Round, dio a conocer sus célebres relatos navideños Cuento de Navidad y El grillo del hogar. Dombey e Hijo inició en 1848 el periodo intermedio al que debemos su libro predilecto David Copperfield. Bleak House, Tiempos difíciles, La pequeña Dorrit, Historia de dos ciudades, Grandes Esperanzas y Nuestro mutuo amigo representan su trabajo de madurez. La comedia no desaparece en estas páginas pero los críticos observan en ellas un tono más sombrío. Sea como fuere, todas fueron escritas en una prosa veloz, vital y vivaz, habilísima imitación artística del modo en que se hablaba inglés en su época. El amor que millones sentían por él llegó a tal grado que su fama sobrevivió intacta al abandono de su esposa.

En el teatro del mundo

Nadie iguala con la vida el pensamiento: como esposo y padre Dickens estuvo más cerca de los villanos que de los héroes de sus novelas. El gran escritor se enamoró de la actriz Ellen Ternan, 27 años menos que él, modelo para sus heroínas finales. Fue la segunda tragedia, la primera había sido su internamiento en la fábrica de betún, en la vida del escritor más afortunado del mundo. Ellen lo admiró y respetó pero no pudo amarlo nunca.
En los últimos años de su vida hizo aún más cercana su relación con el público gracias a sus lecturas teatrales. El esfuerzo histriónico se sumó a la inmensa labor literaria para acabar con su salud. En su prodigiosa biografía de 1 200 páginas que se lee como una novela dickensiana, Peter Ackroyd cuenta cómo Dickens escribió hasta el último día y cayó muerto en el comedor de su casa. Tenía sólo 58 años pero representaba por lo menos 70.
Quedó inconclusa la que iba a ser su primera novela policial, El misterio de Edwin Drood. Nunca sabremos si Drood está de verdad muerto. En este caso, ¿cómo fue asesinado? ¿Fue Jasper el asesino? ¿Quién es la estraña figura de Datchery? ¿Es un hombre o una mujer?
En 1980, por separado, Leon Garfiel y Charles Forthsyte publicaron novelas que dan posibles y opuestas conclusiones a la obra póstuma. Dickens se llevó a la tumba el verdadero desenlace. Poco antes se había despedido al terminar su lectura: “Dejo estas luces deslumbrantes y me desvanezco para siempre”.
La multitud lloró su muerte en las calles. En un barrio pobre de Londres un niño estalló en lágrimas al enterarse de la noticia y preguntó compungido si la desaparición de Charles Dickens significaba que también iba a morirse Santa Claus.