lunes, 17 de febrero de 2014

El que no se va


Fotografía: Lizeth Arauz
                 José Emilio Pacheco                   




Pável Granados.*

 

En un ejercicio que ejemplifica la imperfección de la memoria con el objeto que ésta evoca, Variopinto se dio a la tarea de reconstruir la figura literaria de José Emilio Pacheco, fallecido el pasado 26 de enero, para honrarlo como es debido. Su recuerdo es elusivo y engañoso: el José Emilio verdadero yace ahora y siempre en el legado de su obra.

 

Para entender a José Emilio Pacheco hay que tener una sola cosa muy clara: que la nostalgia es un engaño. Que todo lo que hay es una construcción que inventamos y en la cual quisiéramos habitar. Cuando, hace años, se inauguró el segundo piso del Periférico, José Emilio dijo: “Con esta construcción podemos declarar destruida para siempre la Ciudad de México que conocimos”. Es buena frase, pero también es falsa; el propio escritor sabía que nunca existió esa Ciudad de México. Porque ese bello pasado tiene una sola característica: cuando era presente era insoportable. Un presente que le fue insoportable a José Joaquín Fernández de Lizardi, lo mismo a fray Servando Teresa de Mier y a Guillermo Prieto. Ignacio Ramírez escribió su primer texto en las orillitas de las hojas de periódico que encontraba tiradas en la calle. Cuando le preguntaron: “¿Qué es lo que más le gusta de México?”, respondió: “Veracruz, porque por allí se sale”. El compositor Melesio Morales triunfó en Italia; cuando volvió a México, Ignacio Manuel Altamirano lo recibió en la estación de Buenavista y le dijo: “¿Pero por qué has vuelto a México? ¡Sálvate tú que puedes!” La capital era un pedacito de diez kilómetros cuadrados, y no todas las calles eran transitables. Sólo los estudiantes y los escritores que pasaban por las calles con sus libros eran respetados por los asaltantes. Conque de tan antiguo es adverso este país para los escritores…

Con el fino trazo de su pluma fuente, José Emilio Pacheco le fue poniendo tache a cada una de nuestras esperanzas. ¿El Porvenir? Tache. ¿La esperanza de un mejor país? Quizá no. ¿El respeto al arte? Tal vez en otro siglo. Pero, ¿se puede disfrutar la vida diciéndole adiós a todo cuanto va pasando ante nuestros ojos? Quién sabe, ya no está José Emilio Pacheco para preguntarle. Su poesía puede servir de oráculo. Al azar, sale un poema, “Lección de estilo” (Siglo pasado (desenlace), Ediciones ERA, 2000):

 

Lección de estilo: los sapos

a orillas de su charca,

bien sentaditos,

frescos, felices,

con la piel húmeda bajo el calor del verano,

parecen dar las gracias por su breve existencia.

 

No es gratuito; en la página que se abra de cada uno de los libros de Pacheco, como un leitmotiv, aparece esa certeza: nunca más un momento como el de hoy, como si fuera una voz desde el más remoto ayer la que habla. La cosa es que el más remoto ayer empieza ayer mismo. “Está tan perdido el 6 de agosto de 1634 como el día de ayer”. Pero lo decía con tanta timidez y como de pasada, que esta frase tan lapidaria se perdía entre otras muchas. Y entonces, hablaba de Enrique Gómez Carrillo y cómo era improbable que su amante fuera la gran Mata Hari. O se refería a Leopoldo Lugones, “el poeta más fiel del mundo”. Sólo que muchos años después se supo que no era así, pues una investigadora descubrió las cartas dirigidas a su amante, regadas literalmente con sangre y lágrimas. El hijo de Lugones fue el primero en utilizar la picana eléctrica como instrumento de tortura en Argentina; y la nieta del poeta murió torturada por la dictadura. Si uno comienza a tejer y tejer los hilos de las anécdotas se llegan a conclusiones asombrosas. Se repite mil veces: “¡Qué chiquito es el mundo!”. La última novia de Amado Nervo era tía del Che Guevara. El poeta mexicano Francisco A. de Icaza vivió en España, allí escribió sus poemas hoy olvidados, en los que abordaba constantemente un tema, el de la vida como un camino; en estos poemas se inspiró Antonio Machado, quien recogió varias de las ideas de Icaza para su obra propia. “El mexicano de España y el español de México, a quien no se recuerda en ninguna de sus dos patrias”, dijo Pacheco de Icaza, cuando fue a recibir el Premio Cervantes, en 2010. Se lee a los clásicos de nuestra literatura para sacarlos del olvido, y se escribe para levantar una obra, una obra que, paradójicamente, está condenada al olvido. Aunque quién sabe… No sé si el poeta cree en verdad en el olvido, o cree como Jorge Luis Borges, que no existe el olvido.

¿Es inmortal la poesía? Desafortunadamente, no. Los poetas tejen con sus versos grandes nichos mortuorios. Y sólo de vez en cuando se regresa para revisar el pasado. Vivimos de sentencias lapidarias, depositadas en las tumbas de nuestros escritores. ¿Quién sabrá cómo era la poesía neoclásica del siglo XIX, y quién sabe si tiene algo en común con nosotros? En los años 60, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco se dividieron la tarea de compilar y prologar la poesía mexicana de los últimos dos siglos. A Monsiváis le tocó la tarea de reunir a los poetas posteriores a Tablada y López Velarde. Y a José Emilio, los autores del siglo XIX, los que nadie toma en serio, los excluidos, los que se convirtieron en piedra y hoy sólo son monumentos. Pacheco continuó su lectura, y publicó su Antología del Modernismo, en la UNAM (1970). Dice Fernando Vallejo que la crítica literaria es similar a una jungla en donde los pericos se la pasan repitiendo lo que escuchan. Eso pasó precisamente con el Modernismo, la escuela que, en el siglo XIX, iniciara Manuel Gutiérrez Nájera y que significó una liberación de los modelos españoles. Pacheco volvió a leer esa poesía escrita sobre todo entre 1880 y 1910, y cambió la manera de leerla. Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Francisco González León, Enrique González Martínez, María Enriqueta, eran autores cuyos nombres no decían nada a los jóvenes de entonces. Ni siquiera Ramón López Velarde. En una ocasión, José Emilio pudo platicar con una de las novias del autor de Zozobra, y le pidió que le dijera exactamente en dónde vivía el poeta. Con esas señas pudo encontrar la casa, y descubrió que era una vecindad deteriorada. Gracias a esa investigación, se pudo recuperar la casa donde murió Ramón López Velarde, a los 33 años, a causa de una neumonía producto de caminar en la madrugada, platicando de su ídolo Michel de Montaigne, y convertirla en la Casa del Poeta.

Por esta célebre Antología sabemos que antes del Boom, ya había existido una generación literaria en español que había tenido un circuito internacional en Europa, y a la que habían pertenecido autores como Rubén Darío y Amado Nervo. Esos autores modernistas fueron los primeros en decir en Europa que la literatura hispanoamericana existía. Si antes Europa ignoraba a nuestros autores, desde entonces dejó de darse ese lujo. Primero Nervo, luego Alfonso Reyes, más adelante Juan Rulfo y Octavio Paz; la literatura mexicana dejó de ser desconocida en otros países. Recientemente, cuando Elena Poniatowska ganó el Premio Cervantes, José Emilio dijo certeramente: “En México no gusta la literatura mexicana”. Si en un lugar es desconocida nuestra literatura es aquí. Pero, esperen. Llego a una encrucijada. Desde aquí puedo caminar hacia varios rumbos para hablar de la generación de Pacheco, de su historia personal, de sus influencias literarias, de sus ideas sobre la literatura, de los géneros que practicó…

Harold Bloom, el crítico mayor de los Estados Unidos, dijo que los escritores padecemos de “ansiedad de las influencias”, es decir, ganas de matar freudianamente a nuestros maestros. José Emilio desecha esta idea en un poema del libro Siglo pasado: “Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines”. Con el tiempo, fue detallando una postura sobre este tema: dijo que las influencias no deben ser vistas como algo colonial, como una conquista de un autor sobre otro, como la imposición de un estilo. Es todo lo contrario, los escritores trabajan para conquistar sus influencias, hacen el trabajo por merecérselas. No viene Neruda a meterse a mi obra (si es el caso): soy yo el que acomete la tarea de buscar una influencia. Sus ensayos eran una especie de sabiduría largamente pensada, que fue autocrítica cuando lo creyó necesario. Le escuché decir cosas como: “Luchamos tanto tiempo contra los declamadores, ¿y qué logramos? Que se perdiera el gusto por el lenguaje”. “En México se escribe más poesía de la que se lee”. “Los malos escritores tienen una característica: creen que escriben muy bien”. Son las frases de las que tomé nota. Porque siempre, escuchar a José Emilio, o leerlo, era llegar a las consecuencias de ideas que provenían de la experiencia del lector.

Muchos escritores comienzan a existir como una protesta contra lo que estaba antes. Yo aquí estoy, y nada de lo que había me convence, parecen decir muchos jóvenes. No fue jamás el caso de José Emilio. Él llegó como una continuación natural de la literatura mexicana, como un autor en el que el fluir de la literatura se continuaba en su obra. Las obras de Alfonso Reyes, Salvador Novo, Fernando Benítez, hallaban una continuación en las reflexiones de Pacheco. Su larga contribución al ensayo periodístico, la columna Inventario, era una especie de homenaje a la vieja columna Simpatías y diferencias, de Reyes. Una curiosidad todavía más inaudita, porque no existía el Internet. Antes de las computadoras, decía José Emilio, había más comunicación que hoy entre los escritores mexicanos y los sudamericanos. Antes se tenía que viajar en barco a Cuba y Senegal para poder llegar a Buenos Aires. Y aun así, los autores tenían más noción de lo que pasaba en aquellos países. En sus Inventarios, José Emilio recogía todo lo que sabía, sus imaginaciones, sus falsas traducciones, datos maravillosos sobre literatura francesa, detalles de la Historia de México que nada más él sabía. Y se quejaba: “Es que falta recopilar tanto de nuestra literatura, todo está en la Hemeroteca”. Paradójicamente, él nunca quiso que sus columnas se recopilaran, y le dio largas a todos los editores que en algún momento se lo pidieron. Es que todo es preliminar, por eso tenía la esperanza de tener tiempo para reescribir y pulir. Pero eso es imposible, ¿qué no se la pasaba retocando sus poemas y hasta algunas de sus narraciones? “Mira, si un físico reimprime su libro y la ciencia ha avanzado, es ridículo que lo deje igual, tiene que actualizarlo. Si mi sensibilidad ha cambiado, no puedo dejar un poema que me tiene insatisfecho”. No es que hablara todo el tiempo con él, pero es que lo que él decía estaba lleno de sustancia. Y él se había encontrado a los que alguna vez trataron con algún grande y resultó que en los pocos minutos de tratarlo, habían escuchado las palabras más geniales, como si los personajes se la pasaran diciendo sentencias y aforismos todo el tiempo. “No, yo no. A mí no me dijo nada Borges, platicamos de cualquier cosa, pero no me reveló sus secretos ni me dijo nada confidencial”, decía José Emilio. Pero es cierto que muchos atesoran lo que dijo.

Yo viajé una vez a Xalapa con Miguel Capistrán y con él. Allá tuve la suerte de ir a comer, además de con ellos, con Sergio Pitol, Margarita Peña y Manuel Sol. En el camino, se habló largamente de Díaz Mirón y de González Martínez. “¿Cómo te imaginas al hombre del búho, como le decían entonces?”, me preguntó. “Muy serio y muy introspectivo”, le dije. “Pues no, era un gran conversador, le gustaba que los jóvenes escritores lo invitaran a salir a bailar, y siempre cargaba con una novela policiaca, algo que entonces era muy mal visto.” Y habló de Octavio Paz, del gran lector de poesía que fue. “Pero, José Emilio, si era tan gran lector, ¿cómo es que no apreciaba el Modernismo?” Y me contestó: “Mira, en la última conversación que tuve con Octavio, me dijo: 'José Emilio, me voy a morir y ya no voy a tener tiempo de escribir sobre dos escritores a los que descubrí muy tarde, Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo' ”.

Como yo, él también había sido aprendiz. Le dio a leer sus primeros textos a Elías Nandino y a Octavio Paz. Luisa Josefina Hernández le dijo que tenía talento para el teatro. Pero la verdad es que poco a poco se fue afinando su oído por la musicalidad del lenguaje. Eso se nota en una primera etapa de su poesía. Y luego, con esa musicalidad que no lo abandonó nunca, escribió una prosa clara, de la cual puedo repetir pasajes enteros de memoria. Creó un lugar maravilloso que no existió nunca y que se llama colonia Roma. Su libro, Las batallas en el desierto hablan de ese lugar que queda en un lugar que se llama igual. Cuenta la historia de Carlitos… Bueno, ésa la conocen. Lo que nadie sabe es que no es una historia autobiográfica. José Emilio no es Carlitos. Pero Carlitos sí es José Emilio, es un habitante de una novela con una ética en el corazón cuyo mundo le impide ponerla en práctica. Su corazón destruido se salva, pero su ciudad se destruye. Una ciudad que en su momento fue un infierno. ¿Ven?, por ese tiempo no se puede sentir nostalgia. Es un engaño del corazón. Esa novela y ese escritor recibieron literariamente a mi generación. Nos dijo: “Esta fue la ciudad que ya no conocieron, porque en 1985 se fue, esta vez sí, para siempre”. Nos recibieron las ruinas. Lo que se destruye, el cambio perpetuo que está en esta magnífica obra literaria.

Bueno, José Emilio, es momento de despedirme. No me quiero poner cursi, esa forma de fracaso del buen gusto que se llama la cursilería. Sólo quería decirte que te pasaste la vida despidiéndote, y ya ves, eres el que no se va, el que se queda en tu obra, más real que las cosas ilusorias de la vida.

 

*Pável Granados es ensayista, editor, coordinador del catálogo de música popular mexicana de la Fonoteca Nacional. Autor de XEW. 70 años en el aire (2000), Mi novia la tristeza. La vida de Agustín Lara (con Guadalupe Loaeza, Océano, 2008), El edén subvertido. La poesía de la Revolución Mexicana (con Miguel Capistrán,Jus, 2010) y El ocaso del Porfiriato. La poesía en México 1901-1910 (FCE, 2011). Desde hace 11 años conduce el programa de investigación musical Amor perdido en Radio Red.

 

(Revista Variopinto. 16 febrero 2014)

lunes, 3 de febrero de 2014

La zarpa*



José Emilio Pacheco (1)


Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí en la sacristía…  Claro, usted es joven, es hombre y le será difícil entenderme. De verdad, créame, no sabe cuánto me apena quitarle el tiempo con mis problemas, pero a quién si no a usted puedo confiarme ¿verdad?

No sé cómo empezar. Es decir,  ¿cómo se llama el pecado de alegrarse del mal ajeno? Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio, la alegría que sienten los demás al ver que no fue para ellos alguna de las desdichas que hay en el mundo…

Bueno, verá, usted no es de aquí, Padre; usted no conoció a México cuando era una ciudad chica, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad tan terrible de ahora. Entonces una  nacía y moría en la misma colonia sin cambiarse nunca de barrio. Una era de San Rafael, de Santa María, de la Roma. Había cosas que ya jamás habrá…

Perdone, le estoy quitando el tiempo. Es que no tengo con quién hablar y cuando hablo… Ay, Padre, si supiera, qué pena, nunca me había atrevido a contarle esto a nadie, ni a usted; pero ya estoy aquí y después me sentiré más tranquila.

Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma cuadra y con pocos meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda, juntas nos enseñaron a hablar y a caminar… Mi primer recuerdo de Rosalba es de cuando entramos en la escuela de parvulitos. Desde entonces ella fue la más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era buena con todos. En primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que llevaba la bandera, la que salía bailando, actuando o recitando en todos los festivales de la escuela. Y no le costaba trabajo estudiar, le bastaba oír una vez algo para aprendérselo de memoria.

Ay Padre ¿por qué las cosas estarán tan mal repartidas?, por qué a Rosalba le tocó todo lo bueno y a mí todo lo malo? Fea, bruta, gorda, pesada, antipática, grosera, malgeniosa, en fin…

Ya se imaginará usted lo que nos pasó al entrar en la Preparatoria cuando casi ninguna llegaba hasta esos estudios. Todos querían ser novios de Rosalba; a mí ni quién me echara un lazo, nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha guapa.

En un periodiquito estudiantil publicaron –sin firma, pero yo sé quién fue y no se lo voy a perdonar nunca aunque ahora sea muy famoso y muy importante–: “Dicen las malas lenguas de la Prepa que Rosalba anda por todas partes con Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza extraordinaria, única, incomparable”.

Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara y si una nace fea por fuera la gente se la arregla para que también se vaya haciendo fea por dentro.

A los quince años, Padre, ya estaba amargada, odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre amable, buena, cariñosa, y cuando me quejaba de mi fealdad me decía: “Pero qué tonta, cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”.

Era sólo la juventud, Padre. A esa edad no hay nadie que no tenga una gracia. Mi mamá se había dado cuenta desde mucho antes y trataba de consolarme diciendo cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden…

Aún no terminábamos la prepa – yo quería estudiar leyes; ser abogada, aunque entonces daba risa que una mujer anduviera metida en trabajos de hombre – cuando Rosalba se casó con un muchacho bien de la colonia Juárez al que había conocido en una kermés.

Mientras ella se fue a vivir a la avenida Chapultepec en una casa preciosa que hace tiempo tiraron, yo me quedé arrumbada en el mismo departamento donde nací, en las calles de Pino. Para entonces mi mamá ya había muerto, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud y mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y quería ser rico y famoso como Agustín Lara…

Tanta ilusión que tuve y ya ve, me vi obligada a trabajar desde muy chica, en “El Palacio de Hierro” primero y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público, cuando murió mi padre y al poco tiempo mataron a mi hermano en un pleito de cantina…

Rosalba, claro, me invitó a su casa pero nunca fui. Pasó mucho tiempo y un día llegó a la sección de ropa íntima donde yo trabajaba y me saludó como si nada, como si no hubiéramos dejado de vernos, y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español.

Estaba, aunque no lo crea, más linda y elegante, en plenitud como suele decirse. Me sentí tan mal, Padre, que me hubiese gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso, era que Rosalba seguía tan amable, tan sencilla de trato como siempre.

Le dije que la visitaría en su nueva casa, ahora en Las Lomas. No lo hice nunca. Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Todas nuestras amigas se habían casado y comenzaban a irse de Santa María. Las que se quedaron ya estaban gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas.

Para vivir así, Padre, mejor no casarse. Y no me casé aunque oportunidades no me faltaron, pues para todo hay gustos y siempre por más amolados que estemos viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos ¿verdad?

Se fueron los años y ya sería época de Alemán o Ruiz Cortines cuando una noche en que estaba esperando mi camión en el centro y llovía a mares la vi en su gran automóvil, con chofer de uniforme y toda la cosa. Hubo un alto, Rosalba me descubrió entre la gente y me invitó a subir.

Rosalba se había casado por cuarta vez, aunque parezca increíble, y a pesar de tanto tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de muchacha, sus ojos verdes, sus hoyuelos, sus dientes perfectos…

Me reclamó que no la buscara nunca, aunque ella me mandaba cada año tarjetas de Navidad, y me dijo que el próximo domingo no me escapaba, mandaría por mí al chofer para llevarme a almorzar a su casa.

Cuando llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, Padre, imagínese, aceptó. Ya se figurará la pena que me dio mostrarle mi departamento a ella que vivía entre tantos lujos y comodidades. Por limpio y arreglado que lo tuviera aquello seguía siendo el cuchitril que conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable que me dieron ganas de llorar de humillación, celos y rabia.

Rosalba se puso triste. Hicimos recuerdos de cuando éramos niñas. Por eso, Padre, y fíjese en quién se lo dice, no debiéramos envidiar a nadie, porque nadie se escapa de algo, de cualquier cosa mala. Rosalba no podía tener hijos y los hombres la ilusionaban un ratito para luego decepcionarla y hacerla buscar otro nuevo. Imagínese, tantos y tantos que la rodeaban, que la asediaron siempre, lo mismo en Santa María que en esos lugares ricos y elegantes que conoció después…

Bueno, se quedó poco tiempo; iba a una fiesta y tenía que vestirse. El domingo se presentó el chofer. Lo espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza. Para qué exponerme a ser comparada otra vez con Rosalba. No seré nadie pero tengo mi orgullo, Padre.

Ay, ese encuentro se me grabó en el alma. No podía ir yo al cine, ver la televisión, hojear revistas porque siempre veía mujeres hermosas con los mismos rasgos de Rosalba. Así, cuando en mi trabajo me tocaba atender a una muchacha que se le pareciera en algo, la trataba mal, le inventaba dificultades, buscaba formas de humillarla delante de los otros empleados para sentir que me vengaba de Rosalba.

Usted me preguntará, Padre, qué me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y lo que más furia me daba. Es decir, siempre fue buena y cariñosa conmigo; pero me hundió, me arruinó la vida, sólo por ser, por existir, tan bonita, tan rica, tan todo…

Yo sé lo que es estar en el infierno, Padre. Y sin embargo no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Eso último que le conté, ese encuentro, pasó hace veinte años o más, no puedo acordarme…

Pero hoy, Padre, esta mañana, la vi en la esquina de Madero y Palma, de lejos primero, luego muy de cerca. No puede imaginarse, Padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese pelo color caoba, se perdieron para siempre en un barril de manteca, bolsas, arrugas, papadas, manchas, várices, canas, maquillajes, colorete, rímel, pestañas postizas… Me apresuré a besarla y abrazarla, Padre. Se había acabado ya todo lo que nos separó. No importaba lo de antes y ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora por fin Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales.

(1) narrador y poeta mexicano nacido en 1939.

(*) Cuento extraído de Pacheco, José Emilio (1979). El principio del placer. 3era edición. México: Editorial Joaquín Mortiz.

domingo, 2 de febrero de 2014

El eterno viajero





El 2 de febrero de 2014 Cristina Pacheco publicó este texto en su columna “Mar de historias” en el diario La Jornada, como despedida a José Emilio Pacheco.

Para suplir nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que conoces de sobra porque lo hicimos juntos. Por más cuidadosos que fuéramos siempre se nos olvidaba registrar algo.

Para evitar esos huecos se te ocurrió que lleváramos cada uno un diario a partir de nuestra despedida en el aeropuerto o en la estación. Ese registro siempre me ha hecho imaginar que no te has ido, por eso de una vez comienzo mis anotaciones en este cuadernito y no en una libreta, como siempre.

Los arreglos para tu viaje fueron muy complicados. Decidir qué ibas a meter en la maleta nos tomó horas, aunque mucho menos que ordenar en fólders los textos que pensabas corregir una vez más. No dispuse de un minuto libre para ir a la papelería, así que estoy usando el cuadernito que nos mandó Almudena Grandes: El lector de Julio Verne.

Me encanta, porque tiene aspecto de útil escolar, lástima que sea tan delgado. Mañana compraré una libreta gruesa (donde copiaré lo que escriba hoy) y luego otra y otra, porque tu viaje esta vez será muy largo. Por favor, tú también escribe el diario, pero no en papelitos sueltos, sin fecha, que luego tengo que ordenar como si fueran partes de un rompecabezas.

II

Parto de lo que vivimos apenas esta mañana. Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Pese a ser domingo, nos topamos con cuatro manifestaciones y un tráfico endemoniado. Estuvo en peligro tu mayor orgullo: jamás haber perdido un avión o un tren. Para colmo surgió otro inconveniente: todos los estacionamientos llenos. Coincidimos en que te fueras caminando a la estación para registrarte mientras yo me estacionaba. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.

Si me hubiera puesto botas quizás habría llegado a la estación antes de que te pasaran al área destinada a los viajeros. Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta allí para entregarte tu bufanda. Se negó. Le supliqué y hasta lo hice partícipe de tu vida (cosa que detestas), explicándole que te ibas a una ciudad que estaba a 40 bajo cero. Se estremeció como si fuera él quien iba a padecer un clima tan adverso.

Me da vergüenza confesártelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: Júrame que no te quedas triste. Procura dormir en el camino. Cierra muy bien la puerta. Te llamo en cuanto llegue.

Debo haber tenido una cara terrible, porque el guardia al fin me permitió pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: Te llamo en cuanto llegue.

Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello y corrí pegada a las vías, pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas. Te imaginé quitándote el abrigo y metiendo al maletero la mochila con el libro que quisiste llevarte, los fólders, una colección de bolígrafos bic de punto grueso y al fondo de todo la Mont Blanc de la edición Schiller que te regalé para tu cumpleaños.

Te fascinó desde que la viste anunciada en una revista y decidí comprártela en secreto. De otro modo me lo habrías prohibido, bajo el argumento de que: es demasiado cara. No gastes en mí. Por hacerte un obsequio recibí otro maravilloso: tu expresión de felicidad cuando probaste la pluma en una servilleta de papel.

Mejor no recordar tanto. Vuelvo a lo de esta mañana. Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que prefieres.

III

Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé los cuartos vacíos, silenciosos y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos. A pesar de mi urgencia me detuve en una librería. Recorrí todos los pasillos, miré cada anaquel, me asomé a las mesas de novedades.

Mi comportamiento despertó las sospechas de los empleados y de una mujer-policía multicolor: cabello granate, párpados azules, mejillas cobrizas, labios fucsia y uñas verdes. Adiviné sus dudas para elegir esa paleta y el tiempo que le habría tomado maquillarse. Acabé por admirarla y le sonreí, pero ella siguió observándome desconfiada, lista para actuar en caso necesario.

La situación habría sido menos incómoda si le hubiera dicho a la mujer-policía que si iba de un lado a otro se debía a que estaba haciendo comparaciones entre los libros para llevarme el más grueso, el que me aloje y me acompañe durante el primer techo de tu ausencia. Después de consultar índices y hacer sumas me decidí por Los Thibault. Sus seis tomos alcanzan mil 830 páginas con letra pequeña. Tomando en cuenta que mi trabajo me deja poco tiempo libre, calculo que leer esta novela me tomará muchos meses, aunque menos de los que tardarás en regresar.

Si estuvieras aquí y te mostrara mi primera compra desde que te fuiste dirías: Este libro lo tenemos. ¿Para qué trajiste otro? Pues para no ver tus anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales, encontrarme con esas huellas me lastimaría.

IV

En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la cachucha con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias palabras.

Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos. Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuente para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar.

Ya casi llené el cuadernito de Almudena. Le pondré la fecha de hoy: 26 de enero. Mañana escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra. Esto me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas sueltas las noches anteriores a tu viaje.

Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.