
El hombre, por su calidad humana, ejerce a plenitud ciertos derechos que la misma sociedad le otorga desde el momento mismo de su nacimiento. Uno de esos derechos es el ejercicio de su libertad.
Hablar sobre la libertad implica penetrar al mundo subjetivo del hombre y tratar de encontrar su connotación justa y adecuada. Para lograrlo, será necesario elaborar un marco teórico que arranque desde la sumisión inherente a la esclavitud en que se ha debatido el ser humano, como víctima de religiones y sistemas fascisto-dictatoriales, así como de mentalidades paranoicas y con complejos mesiánicos; sistemas dominados aún por un pensamiento salvaje.
Afirma Botempelli que “… el hombre libre no quiere dominar a otro; la libertad está idéntica a la antítesis esclavitud-mando. El mando no es más que una forma del espíritu de sujeción, porque el dominador es aquel que no sabe sentirse individuo sino en función de otros, el dominado” Sin embargo, pese a dicha aseveración, la esclavitud es un acto de sometimiento y explotación que se ha dado desde tiempos remotos. Cuando el hombre empezó a concebir la idea de dominar a sus semejantes a fin de alcanzar metas de sublimación, principió la arbitrariedad y el atropello que viola los derechos de los demás. La ley del más fuerte, propia de la selva, fue la que imperó justificándose por la idea dominante de la existencia de una raza superior y
Así se han dado enfrentamientos, luchas o guerras de consecuencias funestas; así han surgido imperios, sistemas podridos por afanes personalistas o de grupos selectos que limitan o violan el derecho más elemental del hombre: la libertad.
Para conservar su dominio denigrante, establecieron prohibiciones tan aberrantes como si se sintieran capaces de controlar los más mínimos movimientos de los sometidos; prohibiciones tan estúpidas como no tener el derecho a reunirse con sus iguales en condición, a no expresar ideas contrarias a los clichés sistemáticos que lo aprisionaban ni a exigir las condiciones mínimas para alcanzar la dignidad de un ser humano. Así quedaban cautivos de unas leyes elaboradas por y para la conveniencia de quienes ostentaran el poder.
Cuando los grupos oprimidos adquirieron conciencia de sus derechos, tuvieron nacionalistas aspiraciones y concibieron en toda su pureza la concepción de honor y patria, surgió el romanticismo refulgente y prometedor de superiores estados de existencia. Así surge el movimiento liberal de una sociedad europea humillada por un despotismo corrupto y denigrante y que culmina con la toma de La Bastilla, su símbolo opresor, auspiciado por las ideas de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Ese romanticismo pronto llegó a nuestro continente americano y es cuando los pueblos que se encontraban desde el siglo XVI postrados ante la dominación política, económica y religiosa de una España decadente, se sublevan para alcanzar su autonomía plena.
México inicia su movimiento libertario en 1810 y lo culmina en 1821. A partir de entonces se han suscitado movimientos armados que pretenden resguardar nuestra soberanía: 1847, la gesta heroica de Chapultepec; 1857, la Guerra de Reforma; 1910, la Revolución Mexicana; movimientos en que han ofrendado su vida una pléyade de hombres y mujeres en aras de la libertad.
Vivimos momentos de crisis, tiempos de ocasión para reciclarse las fuerzas obscuras del conservadurismo, una derecha retardataria alimentada con afanes de sumisión y entreguismo a capitales extranjeros. Ayer recibimos libertad. Hoy, a manera de interrogante, ¿legaremos dependencia humillante? ¿Hasta cuándo dejaremos de recomenzar nuestro ciclo de espanto?
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