viernes, 28 de diciembre de 2012

Justicia chilena ordena detención de 7 ex miliares por crimen de Víctor Jara




(Hasta ahora no se había logrado identificar a los autores materiales de su asesinato, ocurrido días después del golpe de Estado a Salvador Allende en 1973.)

Santiago. La justicia chilena ordenó este viernes la detención de siete ex oficiales del Ejército chileno, acusados de autores y cómplices del asesinato del cantautor Víctor Jara, ocurrido pocos días después de la instalación de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1973, informó el Poder Judicial.
“El ministro en visita (juez especial) de la Corte de Apelaciones de Santiago Miguel Vázquez Plaza dictó procesamiento en la investigación por el homicidio del cantautor Víctor Jara Martínez, ejecutado el 16 de septiembre de 1973, en el Estadio Chile”, señaló en un comunicado.
Víctor Jara, autor de canciones como Te recuerdo Amanda o El cigarrito, fue detenido al día siguiente del golpe de Estado que derrocó al gobierno del socialista Salvador Allende e instaló la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990).
Días después, tras permanecer detenido junto a otros 5 mil prisioneros en un estadio de Santiago, el cuerpo de Jara fue encontrado en un terreno baldío con 44 impactos de bala y sus manos mutiladas.
Hasta ahora la justicia no había logrado identificar a los autores materiales de su asesinato, uno de los crímenes más emblemáticos de la cruenta dictadura de Pinochet, que dejó más de 3 mil víctimas mortales.
En su resolución, el juez Vázquez ordenó la detención como autores del delito de 'homicidio calificado' de los ex oficiales Hugo Sánchez Marmonti y Pedro Barrientos Núñez, quien vive actualmente en Estados Unidos, por lo cual se emitió una orden de cáptura internacional.
Como cómplices, el juez encausó y ordenó la captura de los ex militares Roberto Souper Onfray, Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Hasse Mazzei y Luis Bethke Wulf.
Todos los imputados deberían ingresar al Batallón de Policía Militar Nº1, en Santiago.
En la resolución judicial de este viernes, el juez Vázquez estableció que Jara fue detenido cuando se encontraba en la Universidad Técnica del Estado, donde ejercía como profesor, y luego trasladado al Estadio Chile, un recinto cerrado en el centro de Santiago que hoy lleva el nombre del cantautor y fue usado como centro de tortura tras el golpe de Estado.
Durante su detención, el cantante “fue reconocido por el personal militar instalado al interior del Estadio Chile, siendo separado del resto de los prisioneros, para ser llevado a otras dependencias ubicadas en los camarines, ocupadas como salas de interrogatorios y apremios, donde fuera agredido físicamente en forma permanente, por varios oficiales”.
“El día 16 de septiembre de 1973 (…) se dio muerte a Víctor Lidio Jara Martínez, hecho que se produjo a consecuencia de, al menos, 44 impactos de bala, según se precisa en el respectivo informe de autopsia”,concluye la resolución.
La investigación judicial se reactivó en 2005, luego de que un soldado que estuvo en el Estadio Chile reconoció haberle disparado, aunque luego se retractó. Su versión, no obstante, llevó a la Justicia a ordenar la exhumación de su cuerpo.
En diciembre de ese año, miles de chilenos acompañaron a su viuda, la británica Joan Turner, y sus hijas Manuela y Amanda, a otorgar al músico el funeral que no tuvo en 1973, cuando fue sepultado en el casi total anonimato.
 
(Publicado en La Jornada-on line, el viernes 28 de diciembre de 2012)

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El libro, José Vasconcelos y Carlos Fuentes




(Párrafo del libro "En esto creo" de Carlos Fuentes)


"En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.

"La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.

"Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.

"Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano —la persona.

"El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.
 
"El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.

"El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más.

"El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.

"El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.

"El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.

"Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.

"Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía. "

lunes, 17 de diciembre de 2012

Schopenhauer: ¿Por qué no te ahorcas tú?


En su obra "El arte de tener siempre la razón" Schopenhauer da algunos consejos maliciosos, divertidos para "tener razón o llevársela siempre".



En una discusión, ante la argumentación de tu adversario, trata de buscar en ella alguna contradicción, bien con los principios de una doctrina o ciencia admitidas, o con lo que dijo antes o lo que decían sus maestros, etc. Busca algo de ese tipo y, si no hay nada mejor, convierte en personal lo que está defendiendo. El suicidio, por ejemplo. Asáltale de inmediato ante su aserto: “¿Por qué no te ahorcas tú?". Siempre podrás encontrar algo directo para llevar la confrontación a un terreno imposible.

Así es la estratagema 16 que Arthur Schopenhauer concibió para deshacerse o neutralizar adversarios dialécticos cuando se trata de “tener razón o llevársela siempre”. El arte de tener razón es una suerte de revólver dialéctico con cachas nacaradas que el borrascoso Schopenhauer escribió en 1830, durante su estancia en Berlín. Quizás todos lo habéis leído, y por eso hay placer en reencontrar sus pérfidas y divertidas maniobras. Basta imaginar el carácter sombrío de Schopenhauer cuando paseaba meditabundo por las avenidas de Berlín con la barbilla hundida en el pecho, el ceño fruncido, urdiendo estrategias dialécticas para superar a cualquier contrincante. “Recogí en ese catecismo todas las estratagemas de mala fe que tan frecuentemente se utilizan al discutir con el tipo de gente que suele ser la mayoría”.

Schopenhauer reflexiona sobre algo que nos pasa a todos; podemos tener razón objetiva en un asunto y sin embargo los oyentes no parecen creer en ello. ¿Os imagináis con qué humor soportaría Schopenhauer una situación así? Una cosa es la validez y verdad objetiva de una proposición y otra cosa es la aprobación de los oyentes. De esto segundo se ocupa la dialéctica, dice Schopenhauer.

Estas son las mejores estratagemas de Schopenhauer para refrescar nuestra dialéctica:

1 ❚ Caricaturizar la afirmación de nuestro adversario, interpretándola exageradamente, fuera de sus límites naturales. Cuanto más general y extensa se hace su afirmación, tanto más vulnerable resultará a nuestros ataques.

2 ❚ Recurso de valor permanente: suscitar la cólera del adversario, ya que, encolerizado, no está en condiciones de juzgar de forma serena y percibir su ventaja.

3 ❚ Uno puede utilizar premisas falsas si el adversario no admite las verdaderas en relación con la propuesta, siempre que sirvan para algo, aunque no sean el centro de la discusión.

4 ❚ No plantear las preguntas en el orden que requiere la conclusión a extraer, sino con todo tipo de desorden: en este caso, el adversario ya no sabe adónde quiere uno llegar y no puede prevenirse. Si es posible, se utilizan las respuestas confusas del adversario para alcanzar conclusiones deseadas por uno.

5 ❚ Utilizar argumentos ad hominem. Basándonos en una afirmación del adversario, busquemos una pregunta personal que le descentre: “¿Por qué no te ahorcas tú?”.

6 ❚ Si el adversario nos apremia a contestar de inmediato a su afirmación y no tenemos nada adecuado, busquemos un terreno general para rebatirlo. Pongámonos, en contra, por ejemplo, de la credulidad ante la magia.

7 ❚ Forcemos las consecuencias de las tesis de nuestro adversario, mediante falsas conclusiones y tergiversaciones para llegar donde él nunca quiso llegar.

8 ❚ Cuando uno no sabe qué objetar a las razones del adversario, declárese incompetente con ironía: “Lo que dice usted desborda mi débil comprensión. Puede ser muy acertado, pero yo no alcanzo a entenderlo y renuncio a cualquier juicio”.

(El presente artículo fue publicado en http://filosofíahoy.es sin identificar el autor del mismo.)

martes, 30 de octubre de 2012

Lina Meruane, premio Sor Juana Inés de la Cruz 2012



Lina Meruane

En 1993, se instauró el Premio Sor Juana Inés de la Cruz para la mejor obra escrita por una autora durante el año. El premio se entrega en la FIL Guadalajara y lo han ganado, entre otras, autoras como Angelina Muñiz-Huberman, Marcela Serrano, Tatiana Lobo, Elena Garro, Alicia Yañez Cossio, Laura Restrepo, Silvia Molina, Sylvia Iparraguirre, Cristina Rivera Garza (dos veces), Ana Gloria Moya, Margo Glantz, Cristina Sánchez-Andrade, Paloma Villegas, Claudia Amengual, Tununa Mercado, Gioconda Belli, Claudia Piñeiro y Almudena Grandes. Este año el premio, que incluye 10,000 dólares, fue para la narradora chilena Lina Meruane y su novela Sangre en el ojo (Eterna cadencia)
Así lo comenta El Informador:
En medio de la amenaza del huracán Sandy en Nueva York, Lina Meruane recibió la buena noticia: es ella la ganadora del XX Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, que será entregado el próximo 28 de noviembre en el marco de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara.

La narradora chilena recibirá el galardón dotado con 10 mil dólares gracias a su novela Sangre en el Ojo (Eterna Cadencia, 2012), a la que el jurado conformado por los escritores Yolanda Arroyo Pizarro, Antonio Ortuño y Cristina Rivera Garza, calificó como una obra “sobrecogedora, formalmente arrojada, que ofrece una antropología interna de su narradora y una reflexión del tiempo que pasa por su cuerpo y su conciencia, y que equilibra con gran talento la búsqueda de un lenguaje personal con la seducción narrativa”.

Sangre en el Ojo es la historia de Lucina, “una chica que se queda ciega y tiene que tramitar todo ese periodo de la ceguera y las intervenciones médicas que vienen a continuación”, contó Lina en un enlace telefónico hasta su casa en Nueva York, donde reside la escritora desde hace 12 años.
“Es una reflexión sobre el lugar del enfermo, que normalmente vemos como víctima, pero que en realidad también puede ser un personaje mucho más poderoso de lo que creemos, porque genera respuestas en los otros alrededor”, agregó; “es darle vuelta a la enferma como víctima y mostrar ese otro posible lugar: uno más poderoso y a veces más despiadado”.

El disparador para escribir esa novela, contó la autora, tuvo que ver con un evento autobiográfico, ya que ella misma sufrió de ceguera temporal. De ahí que le interesara recoger esa experiencia “un poco extraña” y “casi surreal”, pero después desplazarse a lugares más siniestros: “es un trabajo que va de la autobiografía, moviéndose lenta pero inequívocamente hacia un terreno más ficcional y más violento, más brutal”.
(…)
Ya en 2007 Meruane había sido finalista del Premio Sor Juana Inés de la Cruz con su novela Fruta podrida, pero en aquella ocasión resultó ganadora la nicaragüense Gioconda Belli. Por eso la segunda nominación tomó a la chilena por sorpresa, quien de cualquier manera ya tenía asegurado su boleto al encuentro literario por ser parte de la delegación de Chile, el país invitado en esta vigésimo sexta edición de la FIL.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Los hijos del tiempo





Ana Colchero

 

Periódico La Jornada
Miércoles 19 de septiembre de 2012

A partir de una historia de especulación científica, Ana Colchero teje la trama de su novela más reciente, Los hijos del tiempo, en la cual propone una brillante y lúcida extrapolación de la situación mundial que vivimos, al rasgar el velo de Cronos para vislumbrar las terribles posibilidades de opresión o libertad en el futuro. Con autorización del sello editorial Suma de Letras, ofrecemos a los lectores de La Jornada el capítulo primero del volumen

Un ritmo metálico y armonioso invadía la oscuridad del subsuelo. los oxidados raíles del viejo metropolitano vibraban al compás de las percusiones que Cotto, un adolescente gigantón de expresión bobalicona, hacía sonar con dos tubos de acero al ritmo del sempiterno vaivén de su cuerpo desproporcionado y bestial. El sonido se propagaba desde la vía abandonada del metro bajo la calle 72, hasta las cloacas y la red de tuberías, por donde se rumoraba que había corrido el vapor de las fábricas situadas a las afueras de la ciudad, y que, como fulgores fantasmales, salían a las calles por el alcantarillado.

Desde un nicho horadado en la pared cóncava del túnel, a pocos pasos del gigantón, brotó una potente voz:

–¡Cotto! ¿Dónde está el agua filtrada?

La pregunta provenía de Rudra, un niño tullido que reptaba como una iguana, impulsando con las manos enfundadas en varios trapos un cuerpo que parecía carecer de articulaciones. Sus brazos eran exageradamente largos y las descoyuntadas piernas languidecían en la marcha como una cola de anfibio. Para proteger su frágil columna, Rudra se fajaba el encorvado torso con un sinfín de telas gastadas.

Enmarcados por un rostro ceniciento, sus vivaces ojos negros oteaban el entorno mal iluminado por una pálida tea clavada en lo alto del muro.

A pocos centímetros de Cotto, que seguía en su incesante rutina musical, Rudra vislumbró el ánfora que buscaba. Había tardado muchas horas en filtrar el fango a través de una piedra porosa hasta obtener aquel líquido cristalino. Qué ganas de lamer el rocío en los bordes de la vasija y beber despacio el agua fresca, saboreando los minerales que se habían disuelto por la filtración. Pero ahora debía utilizar el agua para fines más elevados. Tomó la vasija con la mano derecha y haciendo equilibrio para no derramar el contenido, se arrastró penosamente impulsando su cuerpo con el antebrazo izquierdo.

En la estación contigua, bajo la débil luz que se filtraba por el respiradero, una vieja devoraba con la vista las páginas de un libro amarillento. Rudra, con su tesoro líquido bien sujeto, se acercó cauteloso a la entrada esperando a que la vieja levantara el rostro.

Varias semanas atrás Rudra había encontrado a la anciana hojeando eso que llamaban libro y que los topos usaban ocasionalmente para alimentar el fuego. Notó con asombro que cuando la vieja miraba aquellas hojas llenas de extrañas inscripciones, susurraba palabras en voz queda, como si el libro le dictase frases al oído que luego ella repetía. Le intrigó tanto que se dio a la tarea de buscar papeles marcados con esos pequeños símbolos negros, para ver si a él también le decían algo. ¡Necesitaba comprender lo que había en esos libros! Empeñado en descubrir el misterio, se puso a observar a la vieja, con disimulo primero y luego con descaro, a pesar de los insultos que ella le profería cuando se percataba de su presencia.

Tras varios días sumido en la fascinación por aquellos signos, de pronto, como la sorpresiva luz de un relámpago en la noche, Rudra comprendió que las páginas estaban cuajadas de... ¡palabras! ¡Sí, palabras que tenían otra manera de existir y trascender! ¡El lenguaje, como él lo había aprendido escuchando hablar a los topos en los túneles, también podía guardarse en una hoja mediante símbolos, y viajar y contar historias de otros tiempos, de otros seres!

A partir de ese momento, la excitación del tullido fue tan grande que se obsesionó con la idea de descifrar algún día todos aquellos libros desechados por los uranos. Robaba a los dalits papeles útiles para avivar las hogueras, pensando que rescataba de la desaparición algún descubrimiento o suceso trascendental que de otro modo se perdería para siempre en el olvido; y hasta soñó que aquellos símbolos incomprensibles bailaban díscolos, resistiéndose a ser dominados por él.

Mientras aguardaba un gesto de distracción de la vieja, Rudra miró curioso sus mejillas macilentas; los mechones grasientos y ralos, entre los que había pocas canas a pesar de su edad; el rictus amargo de su rostro surcado de arrugas y aquel cuerpo encogido que contrastaba con unas manos aún tersas cuyos dedos manipulaban con suavidad las hojas del libro.

De pronto, la vieja se revolvió molesta; por el respiradero la luz decrecía y le fatigaba la vista. “Quizá se mude a otro túnel para sisar un poco de claridad –pensó Rudra–. ¡Ahora es el momento!” Con movimientos suaves comenzó a arrastrarse.

Al guardar el libro entre sus ropas, la vieja percibió al tullido y le espetó:

–¿Otra vez tú, Cuasimodo? ¡Lárgate!

–Te la doy toda, pero enséñame a entender los libros –irrumpió Rudra, mostrándole el agua filtrada del botijo.

–Te he dicho que no. ¡Vete!

Cuando la vieja se hubo levantado, le dio a Rudra una leve patada en el espinazo. Una vez más lo echaba a puntapiés. Pero él no estaba dispuesto a dejarse vencer; tarde o temprano conseguiría que la mujer le enseñara a leer.

Era la única lectora que conocía en el subsuelo y estaba dispuesto a todo para que la maldita vieja cediera. Mientras su enorme amigo Cotto le procurara el alimento de los basureros, lo abasteciera de agua y lo protegiera, él intentaría descubrir, por medio de sus libros, los secretos del mundo urano en la superficie. “Esta vez no será –pensó–, pero mañana insistiré de nuevo”.

Necesitaba un rayo de sol para sobreponerse a esta nueva negativa de la vieja. Se asomaría para ver el ajetreo en las calles del lado este de la isla, donde trabajaban y se divertían los uranos. Quería sentir el sol en la cara, pese a los dolores que sufriría al salir a la superficie, pues él, como todos los dalits, adolecía de ceguera fotofóbica ocasionada por hipersensibilidad a la luz, la cual les permitía ver en la tiniebla más cerrrada, pero era la causa de que la luz del sol les provocara un intenso dolor en los ojos. ¡Cómo ansiaba ser como los thugs, esos pocos dalits que habían decidido vivir en los escasos escondites que la ciudad ofrecía a quienes osaban dejar los túneles! Tanto admiraba Rudra a los que huían del subsuelo, que deseaba fervorosamente ser uno de ellos, aun a costa de separarse de Cotto, quien había salvado su vida cuando era un recién nacido. Tampoco le importaba perder las ventajas de moverse mejor que nadie por los túneles, pudiendo atravesar los pasadizos más estrechos, gracias a su desarticulado cuerpo; ni le preocupaba enfrentarse a la repulsión y al terror que su presencia provocaba a los uranos, pues él no solamente era un dalit, un mutante despreciable y peligroso para la casta superior, sino un topo contrahecho y grisáceo, una especie de aborto humano, que por circunstancias extraordinarias, había logrado sobrevivir.

Rudra atravesó Central Park por la red de cañerías. Al llegar a la altura de la Quinta Avenida, se resbaló como una anguila por el albañal mohoso que los topos habían abandonado mucho tiempo atrás por considerarlo peligroso y que sólo él utilizaba. Durante la noche había nevado y la luz era muy brillante ese día. Los destellos del sol que se filtraban por la atarjea dieron con fuerza en el rostro de Rudra. El dolor en sus ojos lo hizo tomar conciencia de la cantidad de días que llevaba sin salir del subsuelo y se frotó los párpados con los puños.

Desde donde se encontraba podía atisbar el movimiento de las calles heladas. Era la hora en la que los uranos volvían a su trabajo después de comer en restaurantes con grandes ventanales. Era también el momento del día en que más coches circulaban; en esa avenida, la más transitada, al menos diez por minuto.

Quizá vagaría todo el día esquivando a los desalmados gur-khas, guardianes de los uranos, y pernoctaría en la superficie, ¿por qué no? Lo subyugaba el deseo –aún mayor que su miedo– de sentir en la cara el viento helado proveniente del ancho río. Pensaba en arriesgarse y llegar hasta aquel mirador donde una vez admiró en el delgado horizonte zarco, enmarcado de plata, la imponente estatua de mujer que parecía emerger de las aguas. Se le había quedado grabada con fuego en la memoria y soñaba con alcanzarla a nado algún día para subir hasta su fría antorcha.

Cuando bajó la afluencia de transeúntes, Rudra comprobó que sólo un par de uranos rezagados caminaban presurosos. A pocos metros de su posición detectó un buen escondite bajo una pequeña estatua ecuestre a la que podría deslizarse en segundos.

Esperó en el albañal a que el sol bajara del cenit y entonces movió la pesada rejilla. Levantó varios centímetros la tapa de la alcantarilla para echar un último vistazo: la calle estaba despejada; todos habían vuelto a los edificios.

Posando las inútiles piernas en un escalón empotrado del albañal, Rudra plantó los codos en el borde de la boca del colector e impulsó el cuerpo hacia fuera. Sus pies, que oscilaban como colgajos estorbosos, se lastimaron al recibir el golpe del metal al caer. Cuando hubo sacado del todo su monstruoso cuerpo de lagarto, comenzó a reptar por en medio de la calle, pero una extraña sensación le hizo girar la cabeza. Frenó la marcha y su mirada se encontró con unos ojos más azules que el cielo vedado para los dalits: los ojos de un muchacho urano que lo miraban con estupor desde el interior de un coche detenido junto a la acera. Estaba solo dentro del vehículo y al verlo permaneció inmóvil, como hipnotizado. Rudra, olvidando el peligro, se detuvo y admiró largamente al muchacho: su pelo rubio, corto, brillante; la piel clara; las facciones armónicas… De golpe, la mirada llena de horror y asco del urano le hizo comprender el riesgo mortal que corría y se arrastró a toda prisa para internarse en el parque.

 

Ernesto de la Peña o la persistencia de los clásicos




(El presente artículo fue publicado en el diario La Jornada, edición del 19 de septiembre de 2012. Su autor: Javier Aranda Luna)

Nosotros somos raza de muy breve vigencia/, de rápido estertor y ausencia larga… y nuestro cuerpo, pudridero del hombre, falaz mansión de los dioses”. Animado por estos versos le pregunté a Ernesto de la Peña, uno de los mayores conocedores de las religiones en el mundo, quién era Dios para él o qué era.

Alzó los hombros y después me dijo: es el gran deseo incumplido de los que no creemos en él.

El traductor de Los Evangelios, el experto al que teólogos y rabinos consultaban para cimentar su credo, ya me había anticipado en una comida lo que decían sus versos y no precisamente de manera velada: que era un hombre sin fe, un ateo feliz que gracias a sus estudios sobre asuntos religiosos había llegado a conclusiones similares a las del científico Stephen Hawking: que no hay nada después de la muerte, que todo termina aquí, que no somos hijos de alguna divinidad.

Era un ateo pero no un iconoclasta. Mejor aún: era capaz de encontrar en religiones de todo el mundo algunas de las expresiones artisticas más elevadas de la música y la literatura.

Hace tiempo pensé que la llamada conjura del silencio, que el famoso ninguneo del que se había quejado Octavio Paz eran cosa del pasado.

La muerte del escritor Ernesto de la Peña me mostró prácticamente lo contrario: el erudito sin pedantería que conocía más de 30 idiomas, el humanista que aborrecía la deshonestidad de los políticos con sotana o sin ella, el melómano contratado por el Metropolitan Opera House como comentarista, el minucioso lector del Quijote y Hamlet y La Comedia y Rilke y Holderlin y Mallarmé y de la Biblia en la que encontró espléndidas metáforas y algunos tufos de misoginia, había permanecido en buena medida, al margen de la llamada república de las letras. Un poco por voluntad propia, es cierto pero sobre todo por el famoso ninguneo.

¿Por qué este fenómeno cultural de erudición notable, como Carlos Monsiváis llamaba a De la Peña, había sido tan poco valorado? ¿Por su presencia en medios como la radio y la televisión?

Si uno revisa el indispensable Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, sorprenden las escasas referencias a la obra de este poeta. ¿Por qué? ¿Por no coleccionar títulos ni diplomas? ¿Por no haber entrado al circuito commercial de las novedades literarias?

Uno de los propósitos de Ernesto de la Peña fue, al parecer, compartir sus asombros y su gusto por los clásicos al mayor número posible de personas. Y si no logró eso como hubiera querido, la persistencia de sus obsesiones en la radio y la televisión nos hizo ver que autores como Goethe, Cervantes, Homero, Dante o Shakespeare son, en realidad, una actualísima voz de la tribu, la voz de lo que llamamos condición humana. “Es obligado –decía–, leer a los clásicos y es necesario alejarse de los libros de moda”.

De los muchos mitos que abordó Ernesto de la Peña en su obra de ficción, en sus traducciones y ensayos, tuvo un lugar destacado la accidentada y sorprendente leyenda del rey Arturo, el más famoso soberano irreal de Europa.

En sus textos da cuenta cómo se construyó el reino de ese reino legendario donde cupo una isla, Avalon, que surge y se sumerge entre las aguas, y aquel mago profeta que ha inundado la fantasía de varias generaciones con sus historias inverosímiles y sus profecías: Merlín, una de las más notables creaciones de la imaginación literaria.

Ahora que Ernesto de la Peña cambió de costumbres, como dice el poeta, nos convendría acercarnos a sus textos para encontrarnos con algunos de los mejores momentos de la tradición literaria: con la sulamita y el unicornio, el dubitativo Tomás, o el Cristo niño, con el infierno circular de Dante, o con el poeta que escribió en un réquiem para cualquier hombre muerto que no podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida, para qué esta estación perecedera, por qué los hombres somos raza de muy breve vigencia, de rápido estertor y ausencia larga.

Ernesto de la Peña nació en una biblioteca el 21 de noviembre de 1927. Hace unos días, el 10 de septiembre, murió en otra.

miércoles, 7 de marzo de 2012

De "Pedro Páramo" a "Cien años de soledad"




Francisco RIVAS LINARES



Al Gabo, en sus 85 años


A Juan Rulfo le bastaron dos obras publicadas para alcanzar la inmortalidad en el mundo de las letras: “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”; a Gabriel García Márquez, una: “Cien años de soledad”. Ambos escritores entreveran la realidad con lo fantasioso y en sus páginas desgranan su memoria exuberante de imágenes y estampas de una visión personal sobre la vida: En “Pedro Páramo”, el triunfo de la muerte, una fugacidad triste de lo vital posesivo en el hombre; en “Cien años…” la soledad, consecuencia y epítome de una vida procelosa.

Así como podemos establecer diferencias entre “Pedro Páramo” y “Cien años de soledad”, también es factible establecer un paralelismo entre ambas, toda proporción guardada. Trataré de abordar ambas condiciones, a fin de ofrecer a los lectores una visión sui géneris de ambas obras inmortales de la literatura.

Ya los títulos en sí no se manifiestan como signos frívolos y vanos, sino que conllevan una fuerte carga significativa. “Pedro Páramo”, piedra que se levanta sobre un terreno desierto; “Cien años de soledad”, espacio temporal en que predomina el abandono y aislamiento. Soledad es un derivativo de solo, y el término desierto (páramo) es uno de sus varios sinónimos; de manera que desde la titulación misma ya encontramos una conformidad inmanente.

Tanto Rulfo como García Márquez son forjadores genuinos del cosmos donde gravitan sus temáticas respectivas. Rulfo funda Comala y Gabriel García Márquez Macondo. Aquél lo puebla con la casta de los Páramo y éste con la de los Buendía.

La órbita del pasado asoma en un primer hito y es altamente notorio en ambas obras. Desde sus párrafos primarios, tanto García Márquez como Juan Rulfo ubican al lector en hechos que ocurrieron en otros espacios temporales, valiéndose al respecto de un recurso dubitatorio en sus personajes. Así, “Cien años de soledad” se inicia con una evocación de Aureliano Buendía: “Muchos años después, frente al pelotón del fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

“Pedro Páramo” principia cuando un hijo del personaje cuyo nombre le da título a la obra, reflexiona sobre la razón de su presencia por el camino que habrá de llevarlo hasta Comala, cuando su madre Doloritas, en su lecho de agonía, le arranca la promesa de ir en busca de su padre: “No dejes de ir a visitarlo –me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aún después que a mis manos les costó trabajo safarse de sus manos muertas.”

Hay una suprarrealidad dominante en ambas obras, puesto que la realidad se levanta sobre hechos ilusorios; imágenes que se enraízan en una fantasmagoría subjetiva, mismas que deambulan a lo largo de ambas novelas y que obligan a otorgar consideraciones especiales al tiempo, experimentación sublime y oscilación constante entre el pasado, el presente y el porvenir.

El esquematismo biográfico es patente. Rulfo reconstruye la vida de Pedro Páramo, haciendo regresar a uno de sus hijos hasta sus propios orígenes. La búsqueda de su identidad está acentuada en el relato. En “Cien años…” cada personaje constituye en sí una biografía: las historias de José Arcadio y del coronel Aureliano Buendía; Rebeca, cuya vida comienza en la obra a partir de su llegada a la casa de Úrsula con su magro equipaje “compuesto por el baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de colores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc, cloc, cloc, donde llevaba los huesos de sus padres.” Amaranta y su empecinado celibato enfermizo; en fin, el propio estilo en ambas novelas nos revela esta clara tendencia biográfica.

La originalidad de algunos de los nombres de los personajes, tienen una fuerte identificación con la personalidad de quienes los llevan. Pedro Páramo sugiere el carácter hosco, solitario, agresivo; el Tartamudo de la obra de Juan Rulfo, ya especifica el defecto que adolece dicho personaje. En “Cien años…” figura Pilar Ternera, en cuyo apellido subyace una clara alusión al trato de la carne, pues es la prostituta del lugar; Remedios, la bella, quien con su belleza “soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento” que conducía a los hombres a morir inexplicablemente, lo que hizo correr la versión legendaria de que “Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal.” Roque Carnicero, apelativo sangriento, tanto como su función de matarife, pues comandaba un pelotón especializado en ejecuciones sumarias.

Por otra parte, el machismo es patente tanto en Pedro Páramo como en el coronel Aureliano Buendía. Ambos han engendrado una infinidad de hijos en distintas mujeres. La presunción de su vigorosidad masculina no deja percibir al hombre en conjunción excelsa con la mujer, sino la contemplación escandalosa del macho con la hembra, a grado tal que los “vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.”

Equidistante a esta característica, la cosificación de la mujer es manifiesta: punto para alcanzar el placer u objeto para conquistar intereses bastardos; de este modo, Pedro Páramo decide casarse con Dolores Preciado sólo para salvar un adeudo y evitar su ruina total; o bien, la abuela que obliga a la nieta a prostituirse en “Cien años de soledad” llevándola de pueblo en pueblo y “acostándola por veinte centavos para pagar el valor de la casa incendiada” que dos años antes había quedado reducida a cenizas, al quedarse la muchacha dormida sin apagar la vela; y que según cálculos “todavía le faltaban diez años de setenta hombres por noche”.

Del mismo modo podemos establecer una semejanza temática, pues ambas novelas abordan problemas sociopolíticos propios de los países latinoamericanos. En “Cien Años…” la injerencia absorbente y descarada del imperialismo estadounidense, fauces famélicas del mercantilismo que modifica tanto a las estructuras de los pueblos; tan así, que “ocho meses después de la visita de Míster Herbert, los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo”; y en “Pedro Páramo”, el despotismo aberrante como rúbrica de una mentalidad egoísta, altanera y ególatra.

Las mujeres en las dos obras que nos ocupan, son diametralmente opuestas por cuanto a su manera de ser. Las de Rulfo son pasivas, sumisas, entregadas cabalmente al dominio varonil; en tanto las que figuran en García Márquez, son mujeres empoderadas, dignas, sublevantes ante un masculinismo atropellado. Úrsula es el paradigma de la mujer erguida, enfrentadora de las adversidades con integridad notable y en cuya vida gravita la acción de Macondo; y “aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental”.

Expresiones hiperbólicas con buen tino manejadas, hacen que la obra de García Márquez conserve un toque original. José Arcadio, en alarde de fuerza y por ganar una apuesta de doce pesos, arrancó el mostrador de la tienda de Don Catarino y lo puso en la calle, mismo que después para meterlo se necesitaron once hombres; o bien, cuando se mata le quedó un olor penetrante a pólvora y a fin de quitárselo le aplican muchos recursos, entre ellos el de “sazonarlo con pimienta y comino y hojas de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento”, y al no lograrlo tuvieron que encerrarlo “herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aún así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro”.

Rulfo es más sobrio al respecto, demuestra su poco entusiasmo por recurrir a semejante artificio literario, aunque hay que precisar que no lo necesitó el texto.

En “Pedro Páramo” la muerte trashumante domina, manifestación genuina de una cultura de la muerte, tan propia de nuestro pueblo. En “Cien años…”, la soledad, estado dominante y citación verbal que por su frecuencia promueve la creatividad supuesta de lo abandonado-silencioso.

Los tiempos son diferentes. En la obra de García Márquez la referencia hacia un pasado es adyacente al relato. Hay un foco textual que se repite constantemente: “Muchos años después…”, “pocos años después…”; o bien, “años después…”. Guillermo Putzeys Álvarez afirma al respecto que “las cosas siempre tienen el sabor de un algo pasado, y por ello la novela usa de esta temporalidad. Evoca y promueve las evocaciones”. Rulfo, en cambio, lleva su narración del presente al pasado y al futuro con suma naturalidad.

Melquiades es el personaje único que no tiene apellidos por tratarse del personaje mítico de la obra; por eso no puede tenerlos. El propio autor afirma que un mito “no puede tener apellido, no puede tener papá, origen”.

“Pedro Páramo” es abundante en monólogos; en “Cien años…” es obvia su parquedad en diálogos y es tal el silencio que delata la soledad que agobia a sus personajes.

Son inagotables las sugerencias de ambas obras literarias, pues en la medida en que se avanza en su lectura, incita la imaginación e impulsa el entusiasmo por continuar su lectura indetenible.


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jueves, 1 de marzo de 2012

La ciudad junto al río eterno




José Emilio Pacheco
(Publicado en el semanario Proceso, núm. 1843)


A Eduardo Lizalde por su premio Alfonso Reyes A la memoria de Clementina Díaz y de Ovandov

Si hiciera falta una justificación para insistir en Charles Dickens ahora que se cumplen doscientos años de su nacimiento, bastaría repetir con Joseph Brodsky: “Quien lo haya leído lo pensará dos veces antes de disparar una pistola”.
Tal vez no sea una ilusión ridícula y sentimental suponer que si hubiera más lectores de Dickens no existiría aquí la aterradora crueldad que hoy acompaña a las ejecuciones y los secuestros. También sería mucho más difícil encontrar personas dispuestas a ejercer el oficio de torturadores y asesinos a sueldo.

Los subsuelos del progreso

Dickens es el novelista de la compasión. Su gran arte consiste en ponernos dentro de la piel del otro.
Gracias a la magia vertiginosa de su relato podemos tener la experiencia de lo que significó vivir en la Inglaterra victoriana. Las reformas que provocó con sus novelas hicieron que dejaran de funcionar torturas socialmente aceptadas como la esclavitud de las niñas de siete años que, a cambio de un salario miserable, durante 16 horas diarias tiraban de las vagonetas en las minas. Por salir más económicas que las bestias de carga, pasaban sus días en esta labor extenuante bajo la oscuridad y una temperatura intolerable y ultrajadas por los mineros. Sabemos que, por desgracia, las reformas de Dickens no han llegado a los países del Tercer Mundo en donde la explotación infantil, al servicio de las transnacionales, es materia de todos los días.

Aunque usted no lo lea

Desde que publicó a los 24 años Los papeles privados del Club Pickwick la popularidad de Dickens no dejó de aumentar. Perdura en nuestro mundo tan distinto y tan semejante al suyo. Se calcula que en Estados Unidos se venden al año un millón de ejemplares de sus libros.
Aunque usted no lo lea, no escapará a su influjo. Por ejemplo, a él se debe en gran medida al concepto de la Navidad como celebración, más bien ilusoria, de la paz y la armonía familiares. Lo que Dickens no previó fue el aprovechamiento mercantil que nos impone la obligación de consumir y regalar. Uncle Scrooge, el odioso personaje de su Cuento de Navidad, sobrevive como él mismo y como el tío Rico MacPato. Dickens ha sido víctima predilecta de la brutal expropiación que ha hecho Walt Disney con los tesoros de la narrativa universal.
Si en un momento dado diez teatros londinenses representaban simultáneamente distintas adaptaciones de su novela en curso de publicación por entregas, hoy todos los medios, en especial aquellos que Dickens no pudo imaginar, siguen multiplicando al infinito su inventiva. En el cine han tenido inacabable éxito David Copperfield y Oliver Twist. D.W. Griffith, creador del montaje cinematográfico, afirmó que se había inspirado en la visión y en las técnicas de Dickens.

El hombre-ciudad

Fue y al parecer sigue siendo el narrador más popular del mundo. Durante su vida Londres pasó de un millón a seis millones de habitantes. Él escribió acerca de ellos y para ellos. Llegó a conocer la capital británica calle por calle y piedra por piedra. Diariamente caminaba muchos kilómetros con la multitud sin rostro entre la que ya nadie reconocía a nadie.
S. J. Adock en Famous Houses and Literary Shrines of London sostiene que hizo de todo Londres su provincia. Dondequiera que uno vaya, Dickens estuvo antes allí. Si no vivió en ese lugar sus personajes lo hicieron. Es, como dijo Adolfo Castañón de Carlos Monsiváis, el hombre-ciudad. Y Londres resulta inconcebible sin su río. El Támesis fluye por las páginas de Dickens. Atraviesa con su poder estas novelas y se convierte en hilo conductor y personaje central. Representa el origen, el movimiento perpetuo, la belleza y la fealdad, la flor y la podredumbre, y la inevitable desembocadura de cuanto vive y cambia en la mar que es el morir.
Nacido en Porthsmouth, desde niño vivió en el lugar que hoy parece inventado por su genio. Hijo de un pagador de la marina que fue a la cárcel por deudas, a los 12 años Dickens se vio obligado a trabajar lavando pomos en una fábrica de betún. La experiencia lo marcó para siempre.
El sentimiento de humillación y abandono aparece una y otra vez en sus libros, sobre todo en David Copperfield, para muchos su obra maestra que contiene en sus 150 primeras páginas un flujo de palabras tan irrefrenables como el Támesis. Este comienzo se juzga el punto más alto alcanzado por la narrativa en cualquier tiempo y en cualquier idioma.

Del periodismo a la novela

Aprendió la recién inventada taquigrafía y como reportero en la Cámara de los Comunes afinó el prodigioso oído que le permitió reproducir en sus libros y en sus lecturas dramatizadas todos los dialectos, todos los acentos y todos los matices. A los 21 años publicó Sketches by Boz, escenas o cuadros de costumbres londinenses. A los 24 años se vengó de la pobreza y de las afrentas al convertirse en un escritor rico y exitoso gracias a los Papeles póstumos del Club Pickwick y se casó con Kate Hogarth, madre de sus diez hijos. Siguieron Oliver Twist, Nicholas Nickleby, La tienda de antigüedades y Barnaby Rudge, escritas a medida que se iban publicando por entregas. Sólo él pudo sostener tal método de producción y superar las limitaciones inherentes.
En las revistas que fundó para dar más salidas a su trabajo, Household Words y All the Year Round, dio a conocer sus célebres relatos navideños Cuento de Navidad y El grillo del hogar. Dombey e Hijo inició en 1848 el periodo intermedio al que debemos su libro predilecto David Copperfield. Bleak House, Tiempos difíciles, La pequeña Dorrit, Historia de dos ciudades, Grandes Esperanzas y Nuestro mutuo amigo representan su trabajo de madurez. La comedia no desaparece en estas páginas pero los críticos observan en ellas un tono más sombrío. Sea como fuere, todas fueron escritas en una prosa veloz, vital y vivaz, habilísima imitación artística del modo en que se hablaba inglés en su época. El amor que millones sentían por él llegó a tal grado que su fama sobrevivió intacta al abandono de su esposa.

En el teatro del mundo

Nadie iguala con la vida el pensamiento: como esposo y padre Dickens estuvo más cerca de los villanos que de los héroes de sus novelas. El gran escritor se enamoró de la actriz Ellen Ternan, 27 años menos que él, modelo para sus heroínas finales. Fue la segunda tragedia, la primera había sido su internamiento en la fábrica de betún, en la vida del escritor más afortunado del mundo. Ellen lo admiró y respetó pero no pudo amarlo nunca.
En los últimos años de su vida hizo aún más cercana su relación con el público gracias a sus lecturas teatrales. El esfuerzo histriónico se sumó a la inmensa labor literaria para acabar con su salud. En su prodigiosa biografía de 1 200 páginas que se lee como una novela dickensiana, Peter Ackroyd cuenta cómo Dickens escribió hasta el último día y cayó muerto en el comedor de su casa. Tenía sólo 58 años pero representaba por lo menos 70.
Quedó inconclusa la que iba a ser su primera novela policial, El misterio de Edwin Drood. Nunca sabremos si Drood está de verdad muerto. En este caso, ¿cómo fue asesinado? ¿Fue Jasper el asesino? ¿Quién es la estraña figura de Datchery? ¿Es un hombre o una mujer?
En 1980, por separado, Leon Garfiel y Charles Forthsyte publicaron novelas que dan posibles y opuestas conclusiones a la obra póstuma. Dickens se llevó a la tumba el verdadero desenlace. Poco antes se había despedido al terminar su lectura: “Dejo estas luces deslumbrantes y me desvanezco para siempre”.
La multitud lloró su muerte en las calles. En un barrio pobre de Londres un niño estalló en lágrimas al enterarse de la noticia y preguntó compungido si la desaparición de Charles Dickens significaba que también iba a morirse Santa Claus.

jueves, 16 de febrero de 2012

CORRIGIENDO EL CASTELLANO




Autor: Pablo PARELLADA

Señores: un servidor Pedro Pérez Baticola,
cual la Academia Española
"Limpia, Fija y da Esplendor".
Pero yo lo hago mejor y no por ganas de hablar,
pues les voy a demostrar
que es preciso meter mano al idioma castellano,
donde hay mucho que arreglar.
¿Me quieren decier por qué en tamaño y en esencia,
hay esa gran diferencia entre un buque y un buqué?
¿Por el acento?, Pues yo, por esa insignificancia,
no concibo la distancia de presidio a presidió
o de tomas a Tomás, ni de Tajo al que tajó
de un paleto a un paletó, o de colas a Colás.
Más dejemos en acento que convierte, como ves
las ingles en un inglés, y pasemos a otro cuanto.
¿A ustedes no les asombra, que diciendo rico y rica
majo y maja, chico y chica,
no digamos hombre y hombra?
Y la frase tan oída del marido y la mujer,
¿por qué no tiene que ser el marido y la marida?
Por eso no encuentro mal si alguno me dice "cuala"
como decimos Pascuala, femenino de Pascual.
El sexo a hablar nos obliga a cada cual como digo:
si es hombre, me voy contigo; si es mujer me voy contiga.
¿Puede darse en general al pasar del masculino
a su nombre en femenino nada más irracional?
La hembra del cazo es caza, la del velo vela,
la del suelo suela y la del plazo una plaza;
la del correo correa; la de mus, musa; del can cana;
del mes, mesa; del pan pana y del jaelo, jalea.
¿Por qué llamamos tortero al que elabora un torta
y al sastre que ternos corta, no le llamamos ternero?
¿Por qué las Josefa son por Pepitas conocidas,
como si fueran salidas, de las tripas de un melón?
¿Por qué el de Cuenca no es cuenco,
bodoque el que ba de boda,
y al que los árboles poda, no le llamamos podenco?
¡ Y no habrá quien no conciba que llmarle firmamento
al cielo, es un esperpento!
¿Quién va a firmar allá arriba?
¿Es posible que persona alguna
acepte con buen criterio de llamarle Monasterio
donde no hay ninguna mona?
¿Y no es tremenda gansada en los teatros,
que sea denominada "platea" donde no platea nada?
Si el que bebe es bebedor y el sitio es el bebedero,
a lo que hoy es comedor hay que llamar comedero.
Comedor será quien coma, como es bebedor quien bebe;
de esta manera se debe
modificarel idioma.
¿A vuestros oídos no admira, lo mismo que yo lo admiro,
que quien descerraja un tiro, dispara pero no tira?
Este verbo y otro mil de nuestro idioma son barro;
tira, el que tira de un carro, no el que dispara un fusil.
De largo sacan largueza en lugar de larguedad,
y de corto cortadad, en vez de sacar corteza.
De igual manera me quejo de ver que un libro es un tomo;
será un tomo si lo tomo, y si no lo tomo un dejo.
Si se le llama mirón al que está mirando mucho,
cuando mucho ledre un chucho, se le llamará ladrón.
Porque la sílaba "on" indica aumento, y extraño
que a un ramo de gran tamaño no se le llame Ramón.
Y, por la misma razón, si los que estaís escuchando
un gran rato estáis pasando, estáis pasando un ratón.
Y sobra para quedar convencido el más profano
que el idoma castellano, tiene mucho que arreglar.
Con que basta ya de historias
Y, si al terminar me dais dos palmadas, no temáis
por que os llame palmatorias.

domingo, 8 de enero de 2012

Mañana es la única utopía




Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa eso!.
Tengo la edad que quiero y siento.
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la
convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!.
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo
que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer
lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos
y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero
con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones
se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse
en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues
mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino
derramé al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!.
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida
y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!.
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.

José Saramago
Premio Nobel Literatura 1998.