Ana Colchero
Periódico
La Jornada
Miércoles 19 de septiembre de 2012
Miércoles 19 de septiembre de 2012
A partir
de una historia de especulación científica, Ana Colchero teje la trama de su
novela más reciente, Los hijos del tiempo, en la cual propone una
brillante y lúcida extrapolación de la situación mundial que vivimos, al rasgar
el velo de Cronos para vislumbrar las terribles posibilidades de opresión o
libertad en el futuro. Con autorización del sello editorial Suma de Letras,
ofrecemos a los lectores de La Jornada el capítulo primero del volumen
Un ritmo
metálico y armonioso invadía la oscuridad del subsuelo. los oxidados raíles del
viejo metropolitano vibraban al compás de las percusiones que Cotto, un
adolescente gigantón de expresión bobalicona, hacía sonar con dos tubos de
acero al ritmo del sempiterno vaivén de su cuerpo desproporcionado y bestial.
El sonido se propagaba desde la vía abandonada del metro bajo la calle 72,
hasta las cloacas y la red de tuberías, por donde se rumoraba que había corrido
el vapor de las fábricas situadas a las afueras de la ciudad, y que, como
fulgores fantasmales, salían a las calles por el alcantarillado.
Desde un
nicho horadado en la pared cóncava del túnel, a pocos pasos del gigantón, brotó
una potente voz:
–¡Cotto!
¿Dónde está el agua filtrada?
La
pregunta provenía de Rudra, un niño tullido que reptaba como una iguana,
impulsando con las manos enfundadas en varios trapos un cuerpo que parecía
carecer de articulaciones. Sus brazos eran exageradamente largos y las
descoyuntadas piernas languidecían en la marcha como una cola de anfibio. Para
proteger su frágil columna, Rudra se fajaba el encorvado torso con un sinfín de
telas gastadas.
Enmarcados
por un rostro ceniciento, sus vivaces ojos negros oteaban el entorno mal
iluminado por una pálida tea clavada en lo alto del muro.
A pocos
centímetros de Cotto, que seguía en su incesante rutina musical, Rudra
vislumbró el ánfora que buscaba. Había tardado muchas horas en filtrar el fango
a través de una piedra porosa hasta obtener aquel líquido cristalino. Qué ganas
de lamer el rocío en los bordes de la vasija y beber despacio el agua fresca,
saboreando los minerales que se habían disuelto por la filtración. Pero ahora
debía utilizar el agua para fines más elevados. Tomó la vasija con la mano
derecha y haciendo equilibrio para no derramar el contenido, se arrastró
penosamente impulsando su cuerpo con el antebrazo izquierdo.
En la
estación contigua, bajo la débil luz que se filtraba por el respiradero, una
vieja devoraba con la vista las páginas de un libro amarillento. Rudra, con su
tesoro líquido bien sujeto, se acercó cauteloso a la entrada esperando a que la
vieja levantara el rostro.
Varias
semanas atrás Rudra había encontrado a la anciana hojeando eso que llamaban
libro y que los topos usaban ocasionalmente para alimentar el fuego. Notó con
asombro que cuando la vieja miraba aquellas hojas llenas de extrañas
inscripciones, susurraba palabras en voz queda, como si el libro le dictase
frases al oído que luego ella repetía. Le intrigó tanto que se dio a la tarea
de buscar papeles marcados con esos pequeños símbolos negros, para ver si a él
también le decían algo. ¡Necesitaba comprender lo que había en esos libros!
Empeñado en descubrir el misterio, se puso a observar a la vieja, con disimulo
primero y luego con descaro, a pesar de los insultos que ella le profería
cuando se percataba de su presencia.
Tras
varios días sumido en la fascinación por aquellos signos, de pronto, como la
sorpresiva luz de un relámpago en la noche, Rudra comprendió que las páginas
estaban cuajadas de... ¡palabras! ¡Sí, palabras que tenían otra manera de
existir y trascender! ¡El lenguaje, como él lo había aprendido escuchando
hablar a los topos en los túneles, también podía guardarse en una hoja mediante
símbolos, y viajar y contar historias de otros tiempos, de otros seres!
A partir
de ese momento, la excitación del tullido fue tan grande que se obsesionó con
la idea de descifrar algún día todos aquellos libros desechados por los uranos.
Robaba a los dalits papeles útiles para avivar las hogueras, pensando que
rescataba de la desaparición algún descubrimiento o suceso trascendental que de
otro modo se perdería para siempre en el olvido; y hasta soñó que aquellos
símbolos incomprensibles bailaban díscolos, resistiéndose a ser dominados por
él.
Mientras
aguardaba un gesto de distracción de la vieja, Rudra miró curioso sus mejillas
macilentas; los mechones grasientos y ralos, entre los que había pocas canas a
pesar de su edad; el rictus amargo de su rostro surcado de arrugas y aquel
cuerpo encogido que contrastaba con unas manos aún tersas cuyos dedos
manipulaban con suavidad las hojas del libro.
De
pronto, la vieja se revolvió molesta; por el respiradero la luz decrecía y le
fatigaba la vista. “Quizá se mude a otro túnel para sisar un poco de claridad
–pensó Rudra–. ¡Ahora es el momento!” Con movimientos suaves comenzó a
arrastrarse.
Al
guardar el libro entre sus ropas, la vieja percibió al tullido y le espetó:
–¿Otra
vez tú, Cuasimodo? ¡Lárgate!
–Te la
doy toda, pero enséñame a entender los libros –irrumpió Rudra, mostrándole el
agua filtrada del botijo.
–Te he
dicho que no. ¡Vete!
Cuando la
vieja se hubo levantado, le dio a Rudra una leve patada en el espinazo. Una vez
más lo echaba a puntapiés. Pero él no estaba dispuesto a dejarse vencer; tarde
o temprano conseguiría que la mujer le enseñara a leer.
Era la
única lectora que conocía en el subsuelo y estaba dispuesto a todo para que la
maldita vieja cediera. Mientras su enorme amigo Cotto le procurara el alimento
de los basureros, lo abasteciera de agua y lo protegiera, él intentaría
descubrir, por medio de sus libros, los secretos del mundo urano en la
superficie. “Esta vez no será –pensó–, pero mañana insistiré de nuevo”.
Necesitaba
un rayo de sol para sobreponerse a esta nueva negativa de la vieja. Se asomaría
para ver el ajetreo en las calles del lado este de la isla, donde trabajaban y
se divertían los uranos. Quería sentir el sol en la cara, pese a los dolores
que sufriría al salir a la superficie, pues él, como todos los dalits, adolecía
de ceguera fotofóbica ocasionada por hipersensibilidad a la luz, la cual les
permitía ver en la tiniebla más cerrrada, pero era la causa de que la luz del
sol les provocara un intenso dolor en los ojos. ¡Cómo ansiaba ser como los
thugs, esos pocos dalits que habían decidido vivir en los escasos escondites
que la ciudad ofrecía a quienes osaban dejar los túneles! Tanto admiraba Rudra
a los que huían del subsuelo, que deseaba fervorosamente ser uno de ellos, aun
a costa de separarse de Cotto, quien había salvado su vida cuando era un recién
nacido. Tampoco le importaba perder las ventajas de moverse mejor que nadie por
los túneles, pudiendo atravesar los pasadizos más estrechos, gracias a su
desarticulado cuerpo; ni le preocupaba enfrentarse a la repulsión y al terror
que su presencia provocaba a los uranos, pues él no solamente era un dalit, un
mutante despreciable y peligroso para la casta superior, sino un topo
contrahecho y grisáceo, una especie de aborto humano, que por circunstancias
extraordinarias, había logrado sobrevivir.
Rudra
atravesó Central Park por la red de cañerías. Al llegar a la altura de la
Quinta Avenida, se resbaló como una anguila por el albañal mohoso que los topos
habían abandonado mucho tiempo atrás por considerarlo peligroso y que sólo él
utilizaba. Durante la noche había nevado y la luz era muy brillante ese día. Los
destellos del sol que se filtraban por la atarjea dieron con fuerza en el
rostro de Rudra. El dolor en sus ojos lo hizo tomar conciencia de la cantidad
de días que llevaba sin salir del subsuelo y se frotó los párpados con los
puños.
Desde
donde se encontraba podía atisbar el movimiento de las calles heladas. Era la
hora en la que los uranos volvían a su trabajo después de comer en restaurantes
con grandes ventanales. Era también el momento del día en que más coches
circulaban; en esa avenida, la más transitada, al menos diez por minuto.
Quizá
vagaría todo el día esquivando a los desalmados gur-khas, guardianes de los
uranos, y pernoctaría en la superficie, ¿por qué no? Lo subyugaba el deseo –aún
mayor que su miedo– de sentir en la cara el viento helado proveniente del ancho
río. Pensaba en arriesgarse y llegar hasta aquel mirador donde una vez admiró
en el delgado horizonte zarco, enmarcado de plata, la imponente estatua de
mujer que parecía emerger de las aguas. Se le había quedado grabada con fuego
en la memoria y soñaba con alcanzarla a nado algún día para subir hasta su fría
antorcha.
Cuando
bajó la afluencia de transeúntes, Rudra comprobó que sólo un par de uranos
rezagados caminaban presurosos. A pocos metros de su posición detectó un buen
escondite bajo una pequeña estatua ecuestre a la que podría deslizarse en
segundos.
Esperó en
el albañal a que el sol bajara del cenit y entonces movió la pesada rejilla.
Levantó varios centímetros la tapa de la alcantarilla para echar un último vistazo:
la calle estaba despejada; todos habían vuelto a los edificios.
Posando
las inútiles piernas en un escalón empotrado del albañal, Rudra plantó los
codos en el borde de la boca del colector e impulsó el cuerpo hacia fuera. Sus
pies, que oscilaban como colgajos estorbosos, se lastimaron al recibir el golpe
del metal al caer. Cuando hubo sacado del todo su monstruoso cuerpo de lagarto,
comenzó a reptar por en medio de la calle, pero una extraña sensación le hizo
girar la cabeza. Frenó la marcha y su mirada se encontró con unos ojos más
azules que el cielo vedado para los dalits: los ojos de un muchacho urano que
lo miraban con estupor desde el interior de un coche detenido junto a la acera.
Estaba solo dentro del vehículo y al verlo permaneció inmóvil, como
hipnotizado. Rudra, olvidando el peligro, se detuvo y admiró largamente al
muchacho: su pelo rubio, corto, brillante; la piel clara; las facciones
armónicas… De golpe, la mirada llena de horror y asco del urano le hizo
comprender el riesgo mortal que corría y se arrastró a toda prisa para
internarse en el parque.

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