(El presente artículo fue publicado en el diario La Jornada, edición del 19 de septiembre de 2012. Su autor: Javier Aranda Luna)
Nosotros
somos raza de muy breve vigencia/, de rápido estertor y ausencia larga… y
nuestro cuerpo, pudridero del hombre, falaz mansión de los dioses”. Animado por
estos versos le pregunté a Ernesto de la Peña, uno de los mayores conocedores
de las religiones en el mundo, quién era Dios para él o qué era.
Alzó los
hombros y después me dijo: es el gran deseo incumplido de los que no creemos en
él.
El
traductor de Los Evangelios, el experto al que teólogos y rabinos consultaban
para cimentar su credo, ya me había anticipado en una comida lo que decían sus
versos y no precisamente de manera velada: que era un hombre sin fe, un ateo
feliz que gracias a sus estudios sobre asuntos religiosos había llegado a
conclusiones similares a las del científico Stephen Hawking: que no hay nada
después de la muerte, que todo termina aquí, que no somos hijos de alguna
divinidad.
Era un
ateo pero no un iconoclasta. Mejor aún: era capaz de encontrar en religiones de
todo el mundo algunas de las expresiones artisticas más elevadas de la música y
la literatura.
Hace
tiempo pensé que la llamada conjura del silencio, que el famoso ninguneo del
que se había quejado Octavio Paz eran cosa del pasado.
La muerte
del escritor Ernesto de la Peña me mostró prácticamente lo contrario: el
erudito sin pedantería que conocía más de 30 idiomas, el humanista que
aborrecía la deshonestidad de los políticos con sotana o sin ella, el melómano
contratado por el Metropolitan Opera House como comentarista, el minucioso
lector del Quijote y Hamlet y La Comedia y Rilke y
Holderlin y Mallarmé y de la Biblia en la que encontró espléndidas metáforas y
algunos tufos de misoginia, había permanecido en buena medida, al margen de la
llamada república de las letras. Un poco por voluntad propia, es cierto pero
sobre todo por el famoso ninguneo.
¿Por qué
este fenómeno cultural de erudición notable, como Carlos Monsiváis llamaba a De
la Peña, había sido tan poco valorado? ¿Por su presencia en medios como la
radio y la televisión?
Si uno
revisa el indispensable Diccionario de escritores mexicanos de Aurora
Ocampo, sorprenden las escasas referencias a la obra de este poeta. ¿Por qué?
¿Por no coleccionar títulos ni diplomas? ¿Por no haber entrado al circuito
commercial de las novedades literarias?
Uno de
los propósitos de Ernesto de la Peña fue, al parecer, compartir sus asombros y
su gusto por los clásicos al mayor número posible de personas. Y si no logró
eso como hubiera querido, la persistencia de sus obsesiones en la radio y la
televisión nos hizo ver que autores como Goethe, Cervantes, Homero, Dante o
Shakespeare son, en realidad, una actualísima voz de la tribu, la voz de lo que
llamamos condición humana. “Es obligado –decía–, leer a los clásicos y es
necesario alejarse de los libros de moda”.
De los
muchos mitos que abordó Ernesto de la Peña en su obra de ficción, en sus
traducciones y ensayos, tuvo un lugar destacado la accidentada y sorprendente
leyenda del rey Arturo, el más famoso soberano irreal de Europa.
En sus
textos da cuenta cómo se construyó el reino de ese reino legendario donde cupo
una isla, Avalon, que surge y se sumerge entre las aguas, y aquel mago profeta
que ha inundado la fantasía de varias generaciones con sus historias
inverosímiles y sus profecías: Merlín, una de las más notables creaciones de la
imaginación literaria.
Ahora que
Ernesto de la Peña cambió de costumbres, como dice el poeta, nos convendría
acercarnos a sus textos para encontrarnos con algunos de los mejores momentos
de la tradición literaria: con la sulamita y el unicornio, el dubitativo Tomás,
o el Cristo niño, con el infierno circular de Dante, o con el poeta que
escribió en un réquiem para cualquier hombre muerto que no podremos saber, ni
siquiera en el alba de la vida, para qué esta estación perecedera, por qué los
hombres somos raza de muy breve vigencia, de rápido estertor y ausencia larga.
Ernesto
de la Peña nació en una biblioteca el 21 de noviembre de 1927. Hace unos días,
el 10 de septiembre, murió en otra.

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