Los
jóvenes se arrodillan ante José Emilio Pacheco. “Alta traición” es objeto de
culto y lo saben de memoria. El poeta José Emilio pide perdón, se echa para
atrás, dice que no, que por favor, que no es para tanto, que le falta, que no
es nada, que todos nos vamos a morir. Los jóvenes lo buscan para abrazarlo y
afirmarle que lo adoran. Confuso, José Emilio responde que “algo se está
quebrando en todas partes. Se agrieta nuestra edad”. Les advierte que no van a
durar y que “sobre su rostro/crecerá otra cara”.
Los
jóvenes que todavía viven sus recuerdos de infancia se encuentran a sí mismos
en El viento distante, El principio del placer, Las batallas en el desierto y
hasta en la colonia Condesa de Morirás lejos y le brindan al novelista y al
cuentista un testimonio de gratitud interminable.
Es
raro sentir gratitud por un escritor vivo pero José Emilio reúne todas las
devociones. Cuando el niño Carlos de Las batallas en el desierto confiesa:
“Nunca pensé que la madre de Jim fuera tan joven, tan elegante y sobre todo tan
hermosa. No supe qué decirle. No puedo describir lo que sentí cuando ella me
dio la mano”, los lectores reviven el tormento de su primer amor. Lo mismo
sucede con los cuentos de La sangre de Medusaescritos de 1956 a 1984. José
Emilio toca fibras en las que se reconocen, en las que tú y él y yo, ustedes y
nosotros nos identificamos. Al leerlo, cada quién escribe de nuevo “Tarde o
temprano”. Lo suyo es nuestro. Hacemos el libro con él, somos su parte, nos
convierte en autores, nos refleja, nos toma en cuenta, nos completa, nos quita
lo manco, lo cojo, lo tuerto, lo bisoño. Le debemos a él ser lectores, por lo
tanto le debemos a él la vida.
Según
él, los amores verdaderamente desdichados, los amores terribles son los de los
niños porque no tienen ninguna esperanza. “En cualquier otra época de tu vida
puedes tener alguna mínima posibilidad de reunirte con la persona que amas,
pero cuando eres niño tu historia de amor no tiene porvenir.”
Desde Las batallas en el desierto José Emilio se
manifiesta en contra de la nostalgia. Nos lo dice en la última página.
“Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa,
demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay
memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror, quién
puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca
sabré si aún vive Mariana. Si viviera tendría sesenta años.” José Emilio cree
en la memoria, a la nostalgia la repudia.
“EL
YO SE VUELVE TÚ”
Los
jóvenes lo quieren porque crea en torno suyo un ambiente fraterno. No habla
desde el podio, no discurre, pregunta. Se dirige en tono familiar al que tiene
enfrente, casi de inmediato entra en contacto, contigo, conmigo. Los jóvenes
saben que ha tenido la generosidad de decir que “todo lo escribimos entre
todos” así como su admirado Alfonso Reyes lo antecedió diciendo que “todo lo
sabemos entre todos”, porque su lenguaje es desnudo y nos desnuda, porque
leerlo les ofrece la posibilidad de no sentirse solos, pero también de no hacer
concesiones, de no incurrir en lo fácil, de no caer en la rutina, de mantener
un espíritu alerta y bien informado. Los jóvenes lo quieren porque los invita,
se pone en su lugar, generaciones vienen y generaciones van y José Emilio que
fue un niño preguntón y molesto (según él) sigue interrogándose,
interrogándolos, interrogándonos y sintetiza las principales noticias del mundo
para crear nuevas formas de comunicación. Para él la primera, la esencial, es
la lectura silenciosa. “Me gusta que la poesía sea la voz interior, la voz que
nadie oye, la voz de la persona que la lee. Así el yo se vuelve tú, el tú se
transforma en yo y del acto de leer nace el nosotros que sólo existe en ese
momento íntimo y pleno de la lectura”.
Los
jóvenes saben que José Emilio Pacheco los considera infinitamente valiosos y
dignos de respeto y que siempre van a adelantarse: “A lo mejor soy yo el que
está equivocado.” En los sesenta y en los setenta, en la sede del
suplemento La cultura en México primero
en la calle de Balderas y luego en
México en la cultura
en
la calle de Vallarta, Carlos Monsiváis y él se reparten el trabajo. “Al conocer
a Carlos sofoqué en mí toda esa parte de parodia y burla que él neutralizó
inconscientemente. Siento mayor compasión por los demás que por mí mismo”, dice
José Emilio, quien sufre y vuelve a sufrir con los textos ajenos y los rehace
por completo. Está de vuelta de todo como si tú, si nosotros, si ustedes, si yo
fuéramos a alguna parte. Seguro el autor es alguien que “traspasó el límite de
edad o proviene de un país que ya no existe” o es un desempleado o una
costurera sin su Singer. “Tíralo a la basura”, grita Benítez y Pacheco vuelve a
inclinarse sobre la página y corta, añade, cambia. Seguro de tanto corregir se
volvió implacable contra sí mismo. Está al tanto de todo, nada se le va, se
compunge hasta la tortura cuando Fernando Benítez hace mofa de un colaborador.
Monsiváis ríe y su risa se oye hasta el Zócalo. Qué malo es Monsiváis, José
Emilio es malo a ratitos y yo lo soy en contra de mí misma. Pacheco se equivoca
al decir que Monsiváis sofocó en él su vena paródica. No hay más que leer sus
“Inventarios” para comprobarlo. Desde 1957, caminan juntos por la avenida
Juárez y huyen cuando ven a Carlos Fuentes y a Fernando Benítez sin saber que,
diez años más tarde, Benítez los llamará sus maestros y ellos serán quienes
hacen el suplemento, levantan el edificio de cristal de la cultura y lo abren a
los que vienen detrás. “Escribir es una manera de saber y de estudiar y de
investigar.” “Quise dedicarme a algo que estimulara la lectura, que hiciera que
los libros se abran, no se cierren.” A fines de los cincuenta, México es el de
los bailes de quince años, el de los juegos florales, el de la Oda a la Feria
de San Marcos, el del Canto a la Mujer Mazatleca , el del día de la madre. Al
ganador lo escuchan declamar con gestos ensayados su poema por el que recibe 15
mil pesos de los de entonces. Es el México de los concursos de oratoria.
También es el México de las tesis. “Dedico esta tesis con todo mi corazón y mi
amor a la persona más importante de mi vida, mi madre, a Dios, a mi abuelita
que me acompañó a estudiar en la noche, a mi novio, a mi tía Cuquis, etcétera”.
Es de ese México, el México de la disipación y del estar sin estar o estando en
otra parte que brotan las dos flores más bellas y voraces del ejido: los dos
niños precoces y terribles, los catedráticos que conocen la respuesta y si no,
la buscan, los monstruos de la laguna negra como los llamaría Rosario
Castellanos, los testigos, los que no sucumben, los que sí toman terriblemente
en serio la literatura y la vida y actúan en consecuencia, José Emilio Pacheco
y Carlos Monsiváis.
Al
perder la timidez que los caracterizó en 1957, inician el diálogo
ininterrumpido que tienen con sus lectores. José Emilio rechaza las entrevistas
porque ¿quién es él para dar consejos? Todo sucede entre iguales, todo se hace
entre todos. Tanto Pacheco como Monsiváis son santos de devoción, días de
guardar, fiestas de calendario, ruedas de la fortuna. Desde hace cincuenta años
los jóvenes le apuestan a ambos en su poesía, su prosa, sus inventarios, sus
críticas, su fidelidad y su continuidad, su amor a la literatura como actitud
ante la vida.
Los
jóvenes llegan desde temprano y abarrotan las conferencias de José Emilio. En
pleno centro, en el Colegio Nacional en Luis González Obregón, calle a la que
cuesta tanto trabajo llegar, sus conferencias están llenas. En 1995, en el aula
magna Santa Teresa de la Ibero , los niños y las niñas fresa no caben y gritan:
“¡Explanada, explanada!” José Emilio se quita la corbata y ofrece dos
conferencias, una para los que están sentados y otra para los que están de pie,
los que quedaron afuera, los que se acomodaron en las escaleras, los que
esperan en la calle. En la UNAM sucede lo mismo, no cabe un alfiler y lo
escuchan decir en 1995 lo que podría suscribir en 2009 porque nada ha cambiado,
sus palabras son el retrato mismo de lo que hoy padecemos. “El mundo que
produjo el neoliberalismo se parece al mundo de los años treinta que hizo
posible el régimen totalitario. Las caídas del socialismo real y el fracaso del
mercado libre han creado un vacío de poder que está en riesgo de ser llenado
por regímenes totalitarios.” “Al caos económico del desempleo, la falta de
oportunidades para los jóvenes; las desilusiones por las falsas promesas de
seguridad creadas por el proceso democratizador se suman factores que no
existían hace setenta años”. Entre ellos José Emilio nombra a la sobrepoblación
y dice que somos más desechables que nunca, habla de la “invasión que el Tercer
Mundo ha realizado sobre el primero en busca de trabajos” y finalmente menciona
“la presencia de los medios electrónicos y una monumental industria del
entretenimiento que se basa en gran medida en la estatización y la
trivialización de la violencia”. Claro que también regresa a las consignas del
'68: “Seamos realistas, pidamos lo imposible.” Dejemos que el “otra vez” sea
sustituido por el “nunca más”. E insiste: “Dejarlo todo para mañana es el
camino de después para llegar a la casa de nunca”.
EL
JOVEN DE SETENTA
Desde
joven, el propio José Emilio tuvo setenta años, desde joven se vio a sí mismo
como testigo, fue un niño muy flaco al que le tenían que apretar la nariz para
que comiera, desde niño intervenía en la conversación de sus mayores, desde
niño resultó molesto porque inquiría acerca de lo que sucede. “En plena sala
ante la familia reunida preguntó qué es un fornicador” y la tía Socorro lo
salvó de la reprobación al responderle: “Hay unas cajas de vidrio/ en que
puedes meter hormigas/ para observar sus túneles y sus nidos/ Se llaman
formicarios. Formicador es el hombre que estudia las hormigas.” Desde entonces
en la poesía de José Emilio abundan las hormigas, las pulgas, las moscas, las
chinches, los mosquitos y las termitas que tienen que compartir el aire con nosotros.
Desde
joven se negó a figurar, no quiso dar entrevistas, firmó JEP (que son las
iniciales de mi sangre puesto que son las de mi padre Jean Evremont
Poniatowski), pidió disculpas, escribió: “Antes de que seas vieja ya me habrás
olvidado./ Y si por confusión sueltas mi nombre/ a tu lado una joven
dirá:/-¿Quién era ese?”
Los
jóvenes lo quieren porque es uno de ellos, es la voz de la tribu. Es asombroso
pensar que un hombre que no sale, no hace vida social, rechaza figurar, vive en
el rigor y en la soledad demandante del trabajo creativo, tenga esa respuesta
multitudinaria, esa comunicación por la palabra que de pronto estalla en un
auditorio en el que ya nadie cabe. José Emilio Pacheco cuenta con la atención y
el seguimiento de las comunidades estudiantiles, las públicas y las privadas,
las de todo el país, las de Europa y las de Estados Unidos, las de sistemas de
signos y las de elementos configuradores. Así como Jorge Luis Borges confesó no
tener casi ninguna experiencia fuera de la lectura de libros, José Emilio nos
lega la experiencia adquirida desde que decidió entregarse a la palabra sin
tener la menor idea de cuál sería su repercusión porque en los cincuentas nadie
vivía de la escritura.
HACER
DE NUEVO
Los
jóvenes lo quieren porque no está satisfecho, no se cree, declara una y otra
vez que es un aprendiz y que “cada página es de nuevo la primera y puede ser la
última”. “Si él dice eso, entonces nosotros tenemos una oportunidad”, se
alientan unos a otros. No se llega nunca, nada es seguro. Los poemas de José
Emilio no sólo son escritos, los cuece a fuego lento, parecen materializarse en
un caldero, se acendran, hierven durante años, no son literarios, no son
ilustraciones, son poemas destilados en la cueva oscura de la creatividad,
sublimados. Crecen con el tiempo y de tanto cocerse vienen a formar parte de
nuestro subconsciente. Jamás se conforma aunque a veces se ve muy contento y
nos alegre con su sentido del humor. “No tuve más remedio, lo hice de nuevo”,
se disculpa. Hacer de nuevo podría ser el ritornello de su vida. Le cuesta más
trabajo reescribir cuentos y poemas que escribirlos por primera vez pero es
imposible dejarlos como están. Allí sigue, revisa, coteja, lee otra vez,
recorre la literatura del planeta Tierra a la que él llama “la amarga tierra”,
memoriza la literatura mexicana del siglo XIX, sufre, vuelve a leer lo que ya
publicó y encuentra nuevos e imaginarios errores, tiene supersticiones de
torero gitano.
Ganador
del Premio Internacional Alfonso Reyes, el Iberoamericano de Poesía Pablo
Neruda, el José Asunción Silva de Bogotá, Colombia, el Iberoamericano de Letras
José Donoso, el Octavio Paz y el Federico García Lorca de Granada (en el que
superó a Gonzalo Rojas, Juan Gelman, Nicanor Parra y Mario Benedetti), el Reina
Sofía, aunque lo acompañen el cielo, la luna y las estrellas, José Emilio se
niega al principio del placer. Lo coronan todos los premios que puede dar
nuestro continente, el Nacional, el de la Academia , el del Colegio Nacional,
nuestra máxima institución cultural, el de la Universidad de Maryland que lo
hizo Profesor Universitario Distinguido, el de “El poeta más joven del siglo
XXI” del crítico Julio Ortega de la Universidad de Brown. Los homenajes lo
desbordan, pero dentro de él está el enemigo que desde sus primeros versos
editados en 1956 le dice que “no volveremos nunca a tener en las manos el
instante”.
Es
imposible imaginar en su casa tantas preseas, medallas, condecoraciones, tantos
diplomas enmarcados, tantos premios, tantos reconocimientos, tantas estatuas,
tantos libros, la vida entera de un hombre, la vida entera de un país. En
“Otredad, otra edad” nos dice: “¿Qué pensaría de mí si entrara en este momento/
y me encontrase en donde estoy, como soy/ aquel que fui a los veinte años?”
Como repite en “Despedida”: “Fracasé. Fue mi culpa, lo reconozco./ Pero en
manera alguna pido perdón o indulgencia:/ Eso me pasa por intentar lo
imposible.”
Tampoco
en el poema “Conferencia” José Emilio se salva de sí mismo: “Halagué a mi
auditorio. Refresqué/ su bastimento de lugares comunes,/ de ideas adecuadas a
los tiempos que corren./Pude hacerlo reír una o dos veces/y terminé cuando
empezaba el tedio./ En recompensa me aplaudieron./ ¿En dónde/ voy a ocultarme
para expiar mi vergüenza?”
Claro,
José Emilio puede alegar que no es él, que no escribe sobre sí mismo, pero
¿cómo no identificarlo con su poesía? Escribe sobre el otro, sobre Lezama Lima,
sobre Cortázar, sobre Lawrence Durrel y su Cuarteto de Alejandría, sobre
Alfonso Reyes, sobre López Velarde, escribe sobre Henry Miller y Edgar Allan
Poe, sobre Heráclito y Eurípides, sobre Kavafis y Elytis, pero al escogerlos escribe
sobre sí mismo, todos pasan por su tamiz que es su éxtasis. A diferencia de los
escritores que ven al mundo desde la perspectiva de los hombres de poder, José
Emilio ve del lado de las víctimas y actúa en consecuencia. De allí sus
inclinaciones.
LA
HISTORIA DE NUESTRO FUTURO
Los
jóvenes lo siguen porque mantiene la voluntad de enseñar y de volver accesible
lo que de otra manera “sólo sería el privilegio de unos cuantos”. En Inventario
José Emilio es ensayista, cuentista, poeta, novelista, crítico político,
crítico literario, cronista, traductor y sus traducciones dicen más que los
originales porque estudió griego y latín durante varios años, hizo bien su
tarea y la cultura clásica es su punto de partida. En el prólogo a la obra de
Salvador Novo escribió en 1965:
Ya
que el presente desengaña, sólo el futuro puede consolar, volver los ojos al
pasado es asumir el riesgo de convertirse en estatua de sal –sí, pero también
de conocernos, de conocer lo que fuimos o lo que fue, de aceptar que ningún
tiempo pasado fue mejor-. Territorio entre lo que ya no es y lo que no es
todavía, lo cotidiano nos permite recuperar, en la memoria, el tiempo
irreversible; saber que decir tiempo es decir pasado y de algún modo, sólo es
verdaderamente nuestro lo que perdemos, lo que ya hemos perdido para siempre.
Vuelve
a decirlo en “La edad de las tinieblas” que hoy empieza a circular: “Ayer no
resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer
nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad
nuestro es el día que comienza.”
Ninguno
de los que llamaban a José Emilio “profeta del desastre”, se dio cuenta que
escribía la historia de nuestro futuro. Quizá su abuela lo adivinó, su abuela
Emilia Abreu de Berny, su Sherezada allá en Veracruz, la que le contaba en la
noche todo lo que alimentó su imaginación, la que abrió las compuertas a la
creatividad, la que le dio la pasión por las letras, la que intentó explicarle
el mundo.
Los
jóvenes lo quieren porque José Emilio es un caso de vocación literaria
extraordinaria. A diferencia de su familia materna, los Berny, empresarios
conservadores y muy católicos, su padre fue uno de aquellos mexicanos pobres
que pudieron estudiar gracias a la Revolución mexicana en que participó desde
1910. Colaboró con Salvador Alvarado y Felipe Carrillo Puerto y alcanzó el
grado de general y procurador de Justicia Militar. En 1927 se negó a hacer
pasar por consejo de guerra el fusilamiento del general Francisco Serrano y sus
partidarios en Huitzilac, como se lo ordenaban las autoridades. Estuvo a punto
de ir al paredón por desacato y lo salvó en el último momento una orden de
Álvaro Obregón. A partir de entonces quedó fuera de los regímenes revolucionarios.
Practicó la abogacía y más tarde se hizo notario. Como no les cobraba a los
pobres, al morir en 1964 dejó por toda herencia menos de diez mil pesos. De
todos modos temió que su hijo como escritor fuera a morirse de hambre y esperó
que heredara la notaría número 50. Pero no fue así. A José Emilio las carreras
de abogado y notario le parecieron “horribles”. Esta es su verdadera biografía
y no la de sus personajes de ficción que muchos han tomado como declaraciones
autobiográficas, lo que a él le satisface porque, dice, le confiere
autenticidad a sus imaginaciones.
José
Emilio considera que gran parte del trabajo de un escritor se hace escuchando y
se cree muy privilegiado porque las amistades que hizo su padre durante el
período revolucionario le dieron de niño y adolescente la oportunidad de oír en
la mesa familiar a muchos personajes grandes y pequeños de la historia de
México. Él se ha empeñado en “recordar con la ayuda de la imaginación”, como
decía Rodolfo Usigli, muchos de esos relatos olvidados porque raras veces
llegaron a los libros. Por ejemplo, basado en lo que oyó en labios de las
personas más diversas, cree que la guerra cristera fue en Ciudad de México
mucho más terrible de lo que se supone: por vez primera hubo en Hispanoamérica
guerrilla urbana y práctica sistemática de la tortura. El gran triunfo de
Calles fue lograr que no quedara constancia de casi nada de esto en los
periódicos.
Algunas
de esas amistades familiares eran libertarias, como Juan de la Cabada y Héctor
Pérez Martínez, y sobre todo José Vasconcelos. Carlos Monsiváis recordó que
José Emilio lo invitaba a comer a su casa y ambos escuchaban muy serios y
callados a Vasconcelos, personalidad absolutamente fascinante. Juntos iban a
visitar también a Martín Luis Guzmán, que es una de las admiraciones de los
dos, y don Julio Torri les hablaba en voz baja de la historia secreta de la
pornografía mexicana.
DECIR
“GRACIAS”
Los
jóvenes lo quieren porque lleva dentro de la caja de su pecho a sus muertos.
José Emilio les dedica sus poemas a los que se han ido: José Carlos Becerra,
José Agustín Goytisolo, Paul Celan, Alaide Foppa, Eliseo Diego, Efraín Huerta,
Miguel Guardia, José Durand, Rosario Castellanos, Raúl Gustavo Aguirre, Octavio
Paz. “Llevamos siempre adentro la misma muerte, también el cielo fue un ave
negra.” A propósito de José Carlos Becerra, cuenta que su método de trabajo era
contrario al suyo, que José Carlos Becerra iba añadiendo a medida que escribía
y él va quitando. JEP extraña a sus muertos y los mantiene vivos, rendirles
homenaje es para él una obligación moral, practica como nadie el agradecimiento
y recuerda constantemente a Fernando Benítez, con quien trabajó durante tantos
años. Valora como ningún otro el aprendizaje y el martirio de hacer el
suplemento. Le agradece a Reyes, le agradece a Paz, le agradece a Rubén Darío,
le agradece a Albert Camus, le agradece a Jaime García Terrés, le agradece a
Vicente Rojo, le agradece al Mercure de Francia, le agradece al Time, le
agradece al Newsweek, le agradece a Mario Vargas Llosa, le agradece a Moreno
Tagle, el maestro que se dio cuenta que le interesaba la literatura, le invitó
un café y le dijo: “Muéstrame todo lo que escribes”, para llevarlo más tarde a
la revista Estaciones de Elías Nandino, el médico poeta que abría la puerta de
su consultorio a todos los jóvenes enfermos de literatura. JEP le agradece a
Sanborns los waffles y hotcakes que desayuna después de comulgar y la venta de
unos libritos de los clásicos que ya no existen. La lista es infinita: le
agradece al Departamento de Investigaciones Históricas que le permitió hacer
sus búsquedas incansables, le agradece a su padre, quien le dijo: “Te compro un
libro por semana y otro cuando ya lo hayas leído.” Aunque alega que es muy
desordenado (en reacción a su padre), José Emilio da la impresión de leer cinco
libros a la vez y retenerlos todos. Sus críticas, sus reseñas, sus crónicas así
lo demuestran. En estos últimos años, José Emilio, pozo de sabiduría, se
disculpa por el poema a George B. Moore que Octavio Paz criticó aunque puede
suscribir cada uno de estos versos con su vida. Nunca ha traicionado a lo largo
del tiempo lo que le escribió al crítico George B. Moore. Fiel a sí mismo,
nadie más igual a José Emilio Pacheco que José Emilio Pacheco, y esto no puede
decirse de otros que van desgajándose poco a poco, dejando sus cuartos de
naranja, tajadas y cicatrices a lo largo del viaje. No, José Emilio sigue siendo
el mismo escritor compacto y nítido, el mismo hombre angustiado que se usa a sí
mismo como vehículo de pensamiento, el mismo que escribe todo el día y lee todo
el día, el mismo que se encierra y va recogiendo desde que amanece el material
que da la vida. A la ciudad, al país entero lo ha inventariado y gracias a él
sabemos qué tenemos y de qué carecemos.
La
Ciudad de México, la pasada y la actual regresan una y otra vez a su poesía y
le resultan extrañas, las desconoce, nada está en su lugar, incluso fuera de
México; en Riverside Drive, por ejemplo, el padre de su amigo le dice: “Conozco
tu país./ Pasé una noche en Tijuana./ Estas son las palabras que me sé de tu
idioma:/ puta, ladrón, auxilio, me robaron.”
Su
cuento “La catástrofe” en La sangre de Medusa se basa en el cuento que Eça de
Queiroz, el novelista portugués, publicó una semana antes de su muerte en 1900.
José Emilio escribe en el párrafo final a propósito de un padre que encamina a
sus hijos: Los acostumbro a amar la patria en vez de despreciarla como hicimos
nosotros. Nos sentíamos tan distintos, tan superiores al resto de los
mexicanos. Decíamos llenos de arrogancia: “No se puede con Mexiquito. Esto es
una mierda. A este país ya se lo llevó la chingada. Aquí lo único que
producimos son pendejos y ladrones. La única salvación es que nos anexen a
Estados Unidos. Y en vez de esforzarnos por salvar a este país, el único que
tenemos, bebíamos whisky y echábamos a andar nuestras videocaseteras. Ah
generación cobarde, qué bien castigada fuiste”.
A
José Emilio lo aman los jóvenes porque además de gran poeta es un poeta con
vocación de servicio, el héroe moral que pide Saramago. Ya a los veintiséis
años se preguntaba:
¿Quién
a mi lado llama, quién susurra
o
gime en la pared?
Si
pudiera saberlo, si pudiera
alguien
saber que el otro lleva a solas
todo
el dolor del mundo, todo el miedo.
En
1970 lo fui a ver con el manuscrito de
La noche de Tlatelolco y antes de empezar a leerlo, su prudencia le hizo
cerrar las cortinas de su cuarto de trabajo y preguntarme por las precauciones
que había tomado. Como no tengo sentido de la realidad y no sé vivir en ella le
dije que ninguna. Se sentó a leer y casi no hablamos. Diez años después de la
masacre de los estudiantes, José Emilio escribió “Las voces de Tlatelolco”:
“Eran las seis y diez. Un helicóptero/ sobrevoló la plaza./ Sentí miedo./
Cuatro bengalas verdes./ Los soldados/ cerraron las salidas./ Vestidos de
civil, los integrantes/ del Batallón Olimpia/ –mano cubierta por un guante
blanco–/ iniciaron el fuego./ En todas direcciones/ se abrió fuego a mansalva./
Desde las azoteas/ dispararon los hombres de guante blanco./ Disparó también el
helicóptero./ Se veían las rayas grises./ Como pinzas/ se desplegaron los
soldados./ Se inició el pánico./ La multitud corrió hacia las salidas/ y
encontró bayonetas./ En realidad no había salidas:/ la plaza entera se volvió
una trampa./ –Aquí, aquí Batallón Olimpia./ Aquí, aquí Batallón Olimpia./ Las
descargas se hicieron aún más intensas./ Sesenta y dos minutos duró el fuego./
–¿Quién ordenó todo esto?/ Los tanques arrojaron sus proyectiles./ Comenzó a
arder el edificio Chihuahua./ Los cristales volaron hechos añicos./ De las
ruinas saltaban piedras./ Los gritos, los aullidos, las plegarias/ bajo el
continuo estruendo de las armas./ Con los dedos pegados a los gatillos/ le
disparan a todo lo que se mueva./ Y muchas balas dan en el blanco./ –Quédate
quieto, quédate quieto:/ si nos movemos nos disparan./ –¿Por qué no me
contestas?/ ¿Estás muerto?/ –Voy a morir, voy a morir./ Me duele./ Me está
saliendo mucha sangre./ Aquél también se está desangrando./ –¿Quién, quién
ordenó todo esto?/ –Aquí, aquí Batallón Olimpia./ –Hay muchos muertos./ Hay
muchos muertos./ –Asesinos, cobardes, asesinos./ –Son cuerpos, señor, son
cuerpos./ Los iban amontonando bajo la lluvia./ Los muertos bocarriba junto a
la iglesia./ Les dispararon por la espalda./ Las mujeres cosidas por las
balas,/ niños con la cabeza destrozada,/ transeúntes acribillados./ Muchachas y
muchachos por todas partes./ Los zapatos llenos de sangre./ Los zapatos sin
nadie llenos de sangre./ Y todo Tlatelolco respira sangre./ –Vi en la pared la
sangre./ –Aquí, aquí Batallón Olimpia./ –¿Quién, quién ordenó todo esto?/
–Nuestros hijos están arriba./ Nuestros hijos, queremos verlos./ –Hemos visto
cómo asesinan./ Mire la sangre./ mire nuestra sangre./ En la escalera del
edificio Chihuahua/ sollozaban dos niños/ junto al cadáver de su madre./ –Un
daño irreparable e incalculable./ Una mancha de sangre en la pared,/ una mancha
de sangre escurría sangre./ Lejos de Tlatelolco todo era/ de una tranquilidad
horrible, insultante./ –¿Qué va a pasar ahora, qué va a pasar?”
Esa
pregunta se la hace José Emilio a los setenta años, esa pregunta nos la hacemos
nosotros hoy que le rendimos homenaje.
En
cuanto a mí, siempre espero ansiosa la llegada de José Emilio. Me hace falta.
En torno a él, el aire se vuelve cálido, familiar, verdadero. No hace frases
solemnes, no excluye a los otros, los estudiantes lo rodean, las muchachas se
enamoriscan de él, no fabrica una capilla, no trata de apantallar con su
presencia, sus comentarios son caseros: “creí que iba a perder el tren”, “no
encontré taxi”, “ya todos se casaron”, “no sé qué decir en el discurso”, se
entreteje su erudición admirable. En medio del relato de sus pifias y
desventuras, que José Emilio acentúa para rescatar a los demás y hacerlos juez
y parte (siempre los demás), surgen sus prodigiosos conocimientos, su
información insuperable y José Emilio agridulce acaba riéndose de sí mismo, nos
vuelve cómplices de su infortunio, cualquier que éste sea. Después de conocerlo
desde hace casi cincuenta años, he comprobado que su humildad, su modestia son
verdaderas. Desde el fondo del alma, José Emilio es un niño bueno. Si es tan
querido, es porque además de su generosidad se incorporó desde chavito a las
causas de los presos políticos. No en balde en 1960 hizo una huelga de hambre
en la Academia de San Carlos junto a don Filomeno Mata, que en 1959 acabaría
preso en Lecumberri. Conversó toda la noche con José Revueltas, el más
encantador y ocurrente de los presos que así como Gandhi en su vida comió
cuatro veces, Revueltas en la suya estuvo libre como una semanita. Fue entonces
cuando Pacheco empezó a concebir sus célebres “Inventarios” políticos,
comprometidos, notables y radicales.

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