Octavio Paz en 1938 Foto tomada del libro México inédito; Carla Zarebska y Alejandro Gómez
Antonio
Valle
l
Como
Antonio Machado, Octavio Paz creía en lo otro, en la “esencial heterogeneidad
del ser”; “en la increíble otredad que padece lo uno”. Estas líneas, que forman
parte del epígrafe con el que Octavio Paz comienza El laberinto de la soledad, establecen la
ruta principal que seguirá el poeta en este ensayo clásico para abordar el
problema de la identidad de los mexicanos; tentativa permanente por explicar
los fragmentos de múltiple procedencia existencial en que vivimos, esa
incurable otredad que padece lo uno, ese “yo”, que, en sus orígenes infantiles
–con todo lo que implica de inocencia–, será una fuente de alteración
ambivalente, una fuente dual de amor y odio; un “yo” ligado también a los
compañeros mágicos que tanto han nutrido a la poesía, a las literaturas
fantásticas, a las filosofías y personajes especulares que se han enamorado y
rebelado frente a los espejos. Otredad del sujeto atado a una ley anterior y
exterior a él mismo. Así, para el psicoanálisis, el inconsciente no se concibe como
un ser escondido en el sujeto, sino como algo –alguien– transindividual y como
discurso del otro.
II
Al darse cuenta de que en México concurren distintas razas y
lenguas, así como varios niveles históricos, Octavio Paz se propuso operar con
algunos de los elementos psicoanalíticos que Samuel Ramos utilizó en El perfil del hombre y la cultura en
México, análisis anímico de corte antropológico empleado en El laberinto... que puede
ilustrase con la metáfora de las pirámides, de las ciudades y el alma, donde
–dice Paz– “se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas y
distantes”. Separar y poner en claro el funcionamiento de los diversos
fragmentos y elementos de esta mezcla, enredo o palimpsesto, fue la tentativa
principal del legendario ensayo, cuyo objetivo final –o imán– sería provocar
que “subieran a la conciencia aquellas capas”; “confluencia de muchas
corrientes y épocas” que permanecían ocultas o veladas. Fue a partir de una
temporada en la que Octavio Paz vivió en Los Ángeles, que obtuvo algunos
vislumbres de una “mexicanidad que no acababa de ser”, (que) “no acababa de
desaparecer”. Para desarrollar sus tesis analizó la figura del pachuco, cercana
a la del caifán, que entre otros avatares de “lo mexicano” en Estados Unidos,
ha integrado una sucesión de seres míticos que viven en una soledad abismal,
pero que tampoco han cesado en su empeño de encontrar su propia identidad y
origen.
¿Qué bulle dentro de nosotros que nos provoca tanta vergüenza
y apocamiento? El cambio experimentado por los mexicanos, desde que apareció El laberinto de la soledad
hasta nuestros días, ha sido pesado, lento, doloroso y contradictorio, pero
comienzan a verse algunas luces y señales con las que podemos reanudar el
diálogo desde el fondo de esas aguas estancadas, desde esos estamentos,
fronteras y callejones que nos separan y dividen para que sea posible
reanimarnos.
III
Paz dice que los mexicanos somos grandes simuladores, que nos
convertimos –y convertimos a los demás– en fantasmas, los ninguneamos, obramos
como si no existieran; así, “la sombra de ninguno se extiende sobre México”,
sombra existencial y psicológica que perfectamente puede verse durante las
pobres participaciones internacionales que “tenemos” en las competencias de
futbol, juego y pasión nacional por excelencia; incluso, durante varios años al
mismo Octavio Paz se le ha infamado y exaltado.
No parece que ese juego haya terminado porque a su obra, mal o
escasamente leída, se le hizo un vacío; es una obra a la que “cualquiera” (otra
variante de ninguno) podía descalificar y ningunear. Por ejemplo, a raíz de su
muerte, cierta derecha intelectual con una formación precaria lo criticaba por
haber escrito “incomprensibles” ensayos como El arco y la lira, poemas herméticos
(igualmente impenetrables) como “Blanco”, o ensayos radicales y críticos como El ogro filantrópico. Por
el contrario, una izquierda intelectual tipo rancherita
ilustrada, “no se la acababa” con las declaraciones políticas de
Paz en torno a las dictaduras comunistas, a los caudillos autócratas y a los
caciques territoriales. En ambos casos, lo que menos le importaba a estas
fracciones “eruditas” eran sus magníficos ensayos y poemas. Por supuesto, parte
de estas prácticas, que suelen ser rituales y dramáticas, se traducen en
argumentos y opiniones diametralmente excluyentes, y pueden explicarse a la luz
de los elementos que el mismo Paz ofrece en El
laberinto de la soledad, mutua incomunicación de algunos estratos
pensantes y represión de “algo inconfesable” (acaso intereses de grupo de
vocación autoritaria) que, como mexicanos inteligentes y sensibles, nos ha
impedido –hasta ahora– conversar y ser.
Precisamente algo de las múltiples virtudes que debe
agradecerse en el laberinto de nuestro ancestral retraimiento, es el empleo de
la cuarta persona del plural, un “nosotros” incluyente que, de esta manera, nos
ofrece una perspectiva integral de México. Por otro lado, es necesario decir
que existen sectores académicos e intelectuales que, ejerciendo una crítica
democrática, han sabido desarrollar un diálogo inteligente, no absurdo (del
latín: de sordos)
pero tampoco apabullado ante la inmensa obra de Octavio Paz.
IV
Algunos temas y expresiones de El laberinto... parecen haber sido escritos
entre 2013 y 2014. Por ejemplo: “matamos porque la vida, la nuestra y la ajena,
carece de valor”. De nuevo, desde la cuarta persona del plural, Paz habla,
desde hace más de medio siglo, de una violencia ancestral que en la
“postmodernidad” –concepto ahistórico
y estético que a Paz le fastidiaba un poco–, a través de la violencia y el
crimen, sigue campeando en México, ahora con mayor crudeza. Entre otras cosas,
dice Paz, “el mexicano no quiere ser ni indio ni español”; “se vuelve hijo de
la nada”; cree que él “empieza en sí mismo”, situación psíquica y existencial
que le genera una sensación de vivir en un estado de falta, de soledad y culpa
irremediable.
V
A mediados de la década de los setenta, en los ambientes
juveniles y universitarios de izquierda, Octavio Paz era un escritor al que
pocos queríamos leer –ni siquiera buscábamos El
laberinto de la soledad. Se decía que en ese ensayo clásico, además
de haber imitado el método psicoanalítico utilizado por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en
México, Paz había abjurado de una tradición política vinculada a
las izquierdas; se decía que era un joven romántico que se había hecho presente
con el bando republicano en la Guerra civil española y después un hombre que
renunció a la embajada de India al enterarse de la tragedia en México ’68.
Dejé de criticar a Octavio Paz, poeta al que sólo conocía de
oídas, cuando abrí una vieja edición de El
laberinto de la soledad. Entonces me enteré de que, para Paz,
Samuel Ramos había iniciado un examen del mexicano que fue la “primera
tentativa seria por conocernos”. Ingenuamente trataba de descubrir los
argumentos con los que Octavio Paz pretendía justificar su distanciamiento
ideológico de las izquierdas. Esa edición, publicada por el FCE en 1967, no incluía el vibrante texto en el que Paz
hacía un ajuste conceptual en torno al pasado precolombino, tema álgido por el
que frecuentemente fue cuestionado, donde reconocía y daba visibilidad a una
parte sustancial del poliedro cultural e histórico de los mexicanos. Por otro
lado, cuando en la década de los ochenta se llevaron a cabo las reformas
radicales que adoptó la Perestroika
(puntilla del llamado socialismo real que culminó con la caída del Muro de
Berlín), se confirmaron las tesis políticas que Paz venía sosteniendo desde
varias décadas atrás, cuando el poeta solía decirle a sus exaltados
interlocutores: “usted no quiere dialogar conmigo, usted pretende avasallarme”,
frase que ilustra el interminable diálogo de sordos que se representó en algunos
debates públicos. Como toda confrontación política, esas batallas llenas de
pasión y excesos verbales, más tarde fueron llevadas a las páginas de revistas
y suplementos culturales en donde grupos, capillas y fracciones radicales
solían –y suelen todavía– seguir adelante con una lucha ancestral, lucha que
tenía el semblante ligeramente fratricida con el que los mexicanos
históricamente habían resuelto sus diferencias, disputa ideológica y política
que lentamente se fue convirtiendo en el déjá
vu recurrente de los intelectuales sumisos (agachados por conveniencia y/o
deslumbramiento) y la de los chingones
(alzados y desafiantes ante la originalidad y el poder de la obra realizada por
Octavio Paz). Así, a la sombra de Paz, la derecha intelectual condenaba por
igual a genuinos demócratas que buscaban salir de la larga noche en que las
dictaduras militares habían hundido a varios países de América Latina; mientras
que la izquierda solía defender a caudillos autócratas y violentos.
VI
Fue a principios de los ochenta cuando, obligado a guardar
reposo, comencé a ver por el Canal 2 de la televisión (otra señal ominosa de
los cambios experimentados por Paz) algunos de los programas realizados con un
formato y una producción que a la mayoría de televidentes debió aburrirlos
hasta el cansancio. Entonces, como hoy, se trataba de un auditorio acostumbrado
a colocarse frente a las pantallas para dejar “pasar el tiempo” mientras que,
divertido y sin pensar, desarrollaba nuevos hábitos de consumo; era justo lo
contrario de lo que proponían aquellas célebres conversaciones con Octavio Paz
interactuando con algunos personajes inteligentes y sensibles.
VII
A la distancia, y parafraseando con el concepto –primero
poético y luego psicoanalítico– de “exponer” el “pasado en claro”, ese juego de
reconsideraciones históricas cuyo resultado es estimulante ha provocado una
nueva síntesis veteada de luz y sombra. Así, además de los ajustes hechos en Otra vuelta al laberinto de la soledad,
en el discurso “La búsqueda del presente” que pronunció al recibir el Premio
Nobel, Paz dijo que “el México precolombino nos habla en el lenguaje cifrado de
mitos y costumbres”. Es necesario terminar por descubrir ese lenguaje
oculto, para que la búsqueda del presente sea “la búsqueda de la realidad real”.
VIII
Por último, al reflexionar en torno a la Revolución mexicana,
Octavio Paz piensa que fue “la explosión de una realidad histórica y psíquica
reprimida”, y que “más que una revolución fue una revelación”, develamiento
que, después de asomarse a la conciencia por unos instantes –como al final de
un sueño–, volvió a hundirse en esa especie de inconsciente colectivo que es
México, donde se ocultaron no sólo los dioses y las distintas realidades
políticas y étnicas, sino los distintos tiempos que siguen latiendo en el país.
Por eso –continúa diciendo Paz– un día descubrió que “volvía al punto de
partida”, que la modernidad –ese concepto tan caro para el maestro– implicaba
hacer un descenso a los orígenes. “En mi peregrinación en busca de la
modernidad”, continúa diciendo Paz, se dio cuenta de que “hoy es la antigüedad
más antigua… Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión… es
simultaneidad de tiempos y de presencias”. De ahí debe surgir el otro tiempo,
el verdadero. Hoy, cuando “la supuesta racionalidad de la historia se ha
evaporado”, es preciso acelerar la reflexión en torno a la identidad y el
“alma” del mexicano, ese ser que “cuando se expresa se oculta”; es preciso
afinar cierta metodología de tipo psicoanalítico que nos permita re-conocer
“nuestros mitos y creencias”, así como “nuestra vida erótica”, para completar
los análisis emprendidos por Octavio Paz y por Samuel Ramos, a los que habría
que agregar el nombre y la obra de Leopoldo Zea y de Edmundo O’Gorman (citados por
Paz en El laberinto...);
los nombres de Bolívar Echeverría y de Ricardo Pozas, los de Luis Villoro y de
Miguel León-Portilla, de Laurette Séjourné y Eduard Seler, los de Carlos
Fuentes y Carlos Monsiváis y Roger Armando Bartra, entre muchos otros
ilustres compatriotas y extranjeros con los que es necesario dialogar para
acercarnos a la verdad oculta, al inconsciente que late bajo las máscaras
taciturnas y solares de los mexicanos.

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